Al principio de los 1960, Michel Quoist escribió un libro titulado, “Oraciones”, que se hizo enormemente popular. El libro combinaba una profundidad poco común con un lenguaje rayano en poesía. Una de las oraciones del libro trata de nuestro esfuerzo y lucha por la pureza –pureza de corazón, de cuerpo y de intención.
Es difícil entregar el propio cuerpo ya que le gustaría entregarse a otros.
Es difícil amar a todos y no reclamar a nadie como propio.
Es difícil estrechar una mano y no querer retenerla.
Es difícil inspirar afecto, pero solamente para entregártelo a ti.
Es difícil ser nada para uno mismo para así ser todo para otros.
Es difícil ser como otros, entre otros, pero para ser otro.
Es difícil estar siempre dando sin intentar recibir.
Es difícil buscar a otros y no buscarse a sí mismo…
Este texto describe quizás nuestra lucha más profunda en la vida y en el amor. Luchamos por la pureza, aunque rara vez lo admitamos.
En nuestros días la palabra pureza ha adquirido más que nada connotaciones negativas. Esa palabra se entiende como concepto sexual y se la percibe normalmente como negativa. Para muchos connota temor, timidez y una cierta verticalidad frente al sexo y a la vida. La cultura popular casi ridiculiza a la pureza y es raro que una buena película aclamada por la crítica, una novela mayor o un artista famoso capten su esencia estéticamente, celebren su belleza y nos reten con su importancia.
Es una pena, realmente, porque nuestra falta de pureza es, creo yo, una de las causas profundas de tristeza en nuestras vidas. Hay una diferencia, como sabemos, entre placer y felicidad. Poner entre paréntesis a la pureza puede ser a veces el camino hacia el placer, pero nunca el camino hacia la felicidad. La falta de pureza lleva siempre consigo tristeza.
¿Pero, qué es pues pureza? En primer lugar, no se trata principalmente de sexo, aunque, ya que nuestros instintos y deseos sexuales son tan fuertes, con frecuencia comprometemos nuestra pureza en el sexo. Y aquí, a pesar de todas nuestras pretensiones de ser libres y liberados, todavía sentimos el valor de la pureza, aunque sea de modo rudimentario. En realidad, la idea de que el sexo es de alguna manera sucio nunca desaparece del todo. En el fondo, todavía anhelamos la pureza, aunque generalmente no comprendamos qué es lo que anhelamos. Lo que añoramos con ansia no es tanto una inmunidad de lo grosero del sexo, sino pureza de corazón, castidad de intención. Me sospecho que la idea, profundamente arraigada, de que el sexo es sucio tiene que ver más con los milenios pasados de mala higiene que con la estética y moralidad del sexo… El sexo no es malo, pero nuestras intenciones pueden serlo.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Ésas son palabras de Jesús y son más retadoras de lo que imaginamos. La pureza no es precisamente una ruta por la que debemos caminar si queremos ver a Dios; es también un secreto práctico para experimentar la felicidad en esta vida. La pureza es la que elimina la manipulación de nuestras relaciones y la tristeza de nuestra vida. ¿Cómo?
La pureza no se refiere tanto al sexo como a la intención. Necesitamos una cierta pureza y castidad de intención o, si no, manipularemos siempre a otros en todo, incluso en el sexo. Somos puros cuando nuestros corazones no arrebatan para sí, con codicia y de modo prematuro, lo que no les pertenece. Como Quoist tan acertadamente dice, somos puros cuando podemos agarrar una mano y no intentar retenerla, cuando somos capaces de amar sin ser sobre-posesivos, servir sin manipular y cuando no intentamos ya hacer que otros giren en torno a nosotros como su centro. Somos puros cuando dejamos de usar a otros para nuestro propio realce, sea el que sea. Nos volvemos más puros cuando falseamos y manipulamos menos nuestras relaciones.
Pero eso es difícil de conseguir. Es difícil lograrlo en el amor y en el sexo, a causa de los deseos y celos que sentimos, fuertes, inquietos y a veces obsesivos. Pero también es difícil ser puros en cualquier aspecto de nuestras vidas. Vivimos con deseos tan impulsivos de beber en todo y en todos que es fácil volvernos manipuladores, estar ciegos a lo que les estamos haciendo a otros mientras nos esforzamos por crear sentido, placer y poder para nosotros mismos. Nos es fácil tener un sentido riguroso del derecho, estar enojados, estar amargados, ser celosos, sentirnos impulsados por la búsqueda del placer o del poder, usar a los otros para nuestro propio engrandecimiento, tener tal adicción a la búsqueda de experiencia y sofisticación que sacrificamos sobre ese altar hasta nuestra propia felicidad. Es fácil ser impuro.
Y es fácil también sentirse triste e infeliz, justamente dentro de la experiencia de placer. La impureza puede aportar una cierta riqueza de experiencia, una cierta sofisticación y un cierto placer. Los ojos de Adán y Eva se quedaron abiertos, no cerrados, después de su pecado, y uno sospecha, a pesar de las ilustraciones de nuestros catecismos antiguos, que su recién encontrada sofisticación les ayudó a bloquear cualquier remordimiento real. La impureza abre realmente los ojos de uno…, pero también trae consigo una cierta tristeza, un cinismo, un desgarrón dentro de nosotros mismos y una falta de auto-valía en nuestras vidas.
El tener un sentido de nuestra propia dignidad se basa en una cierta pureza. La impureza nunca nos deja sentirnos a gusto de nosotros mismos.