El año pasado, se estrenó una película francesa titulada "De Dioses y Hombres", fue descrita por el New York Times como "tal vez la mejor película de compromiso Cristiano que jamás se ha hecho."
Basada en una historia real, narra cómo en 1996, un grupo terrorista islámico secuestró a una pequeña comunidad de monjes trapenses en su remoto monasterio al norte de Argelia, los retuvieron, y finalmente los mataron. Sin embargo, la película es acerca de algo más profundo que estos hechos crudos. Se centra en cómo cada uno de los monjes, hombres ordinarios sin ninguna ambición por ser mártires, tuvieron que aceptar la posibilidad de serlo. Cada uno tuvo su propia lucha, y para varios de ellos se trataba de una lucha enorme. La película culmina con la escena de una "última cena" donde la cámara se fija en la cara de cada monje. Cada rostro manifiesta tanto la alegría como la agonía de ese hombre que inconscientemente se da cuenta que está a punto de morir y, sin embargo de qué manera esa muerte será un triunfo, porque ya la han asimilado y aceptado dentro de su alma.
En cierto momento de la historia, tal y como los monjes vieron con más claridad que la violencia política y militar que les rodeaba podría en algún momento invadir su clausura monástica, la película nos presenta una escena muy conmovedora, helicópteros militares sobrevolando sobre el pequeño pueblo y su monasterio, con sus hélices que suenan ominosamente como tambores de guerra. A medida que este ritmo-de-guerra ahoga la mayoría de los sonidos, los monjes responden yendo a su capilla, poniéndose sus ropas monásticas, uniendo sus brazos y cantando dulces canciones de confianza y alabanza a Dios, y nos dejan observando el contraste: canciones suaves de confianza enfrentando al equipo militar que sobrevuela. ¿Quién es más poderoso?
Esa escena tiene su paralelo en los Evangelios cuando describen el nacimiento de Jesús: Un mundo lleno de violencia, bajo la mano dura militar del Imperio Romano, está buscando una respuesta de arriba. Y cuál es la respuesta de Dios: un bebé indefenso dormido en la paja. ¿Cómo, en última instancia, va a triunfar este bebé? ¿Cómo heredarán la tierra la dulzura y la mansedumbre?
Esto puede forzar un poco la lógica, sin embargo, Jesús responde a esa pregunta cuando sus discípulos le preguntan por qué ellos no tienen poder para expulsar ciertos demonios, cuando Jesús si puede echarlos fuera. La respuesta de Jesús es metafórica sin embargo profunda. Él responde en esencia, que "los demonios" se echan fuera no a través de un poder cultico superior, sino a través de un poder moral superior, es decir, por el poder que se crea dentro de una persona cuando él ó ella cultiva lo suficientemente una profunda integridad, gracia, amor, inocencia y gentileza, y los mantiene con fidelidad ante toda tentación, incluida la violencia. El fomentar estas cosas dentro de uno mismo conecta a la persona a la fuente última de todo lo que es, el Poder Supremo, el poder al que Jesús llamó su "Padre". Y este poder, por sí solo, en última instancia, siempre permanece; todo lo demás, incluido el armamento más sofisticado, con el tiempo envejece, se oxida, se vuelve obsoleto y finalmente muere. Los helicópteros que sobrevolaban por encima de los monjes mientras cantaban, ahora se encuentran en depósitos de chatarra, mientras el canto de los monjes continúa.
Esto no es fácil de aceptar. La tentación permanentemente es la de tratar de derrotar la violencia con una violencia moralmente superior, como lo que vemos al final de la película catártica donde el héroe supera a los malos al mostrar más músculo, más potencia de fuego, y más exactitud que la que los otros. El demonio es entonces expulsado por una violencia superior. Sin embargo, ese no es el camino de Jesús ó de los Evangelios, ni tampoco era el camino de los monjes trapenses martirizados en Argelia.
Frente a violencia inminente, nuestra primera acción no debe ser intentar ejercer una violencia mayor. No. Al igual que los monjes martirizados, estamos destinados a unir las manos y a cantar canciones de amor y confianza. O, para variar la imagen, al igual que los tres jóvenes en el Libro de Daniel, estamos destinados a cantar canciones sagradas, aun cuando estemos caminando en medio de las llamas siete veces más calientes que de costumbre.
Aceptar esta respuesta a la violencia no supone por si misma descartar la posibilidad usar la moralmente justificada defensa propia ó la posibilidad de la guerra justa. El mundo es complejo, la moral es compleja, y nosotros no siempre estamos en el mismo momento de nuestras vidas, de nuestra fe, y de nuestra confianza en Dios. La misma talla no le vale a todos. Y, en "De Dioses y Hombres", cada monje tuvo que tomar su propia agonizante decisión para enfrentar la violencia. Así también para cada uno de nosotros.
Este no es un criterio para todas las decisiones morales sobre defensa propia y guerra (aunque, independientemente de las circunstancias, deberíamos vivir con la máxima de que la violencia siempre genera más violencia), sin embargo es una invitación, una invitación a comenzar a cultivar más en nosotros el tipo de "oración y ayuno" que echa fuera a todos los demonios, incluida la violencia. Es la invitación a empezar a cultivar dentro de uno, una profunda integridad personal, la gracia, el amor, la inocencia y la mansedumbre, y mantenerse con fidelidad ante de toda tentación, incluida la violencia.