Hay pensadores que tienen una visión positiva de nuestro tiempo. No niegan sus problemas, sus dificultades, sus fallos. Pero son capaces de mostrar cómo nos encontramos en la “época del espíritu”. Espíritu se puede escribir con mayúscula o minúscula. Se puede hablar de una espiritualidad religiosa o de una espiritualidad laica. En ellos y ellas la inmanencia está penetrada de trascendencia. Creo que hemos de sumarnos -nosotros los creyentes- a estas visiones. Uno de estos pensadores es el filósofo y político Luc Ferry que acaba de regalarnos unas interesantes reflexiones en un reciente libro titulado “Sobre el amor. Filosofía del siglo XXI”. Esta obra nos ofrece la posibilidad de preguntarnos qué herencia vamos a transmitir -como vida consagrada o religiosa- a las nuevas generaciones, desde qué clave hacerlo (“la revolución del amor”), y cuál sería hoy nuestra tarea (recuperar nuestra capacidad generativa).
Nuestra herencia: ¿una vida consagrada habitable?
La preocupación por las futuras generaciones debe ser la gran prioridad de nuestros institutos de vida consagrada. Tal preocupación debería determinar el discernimiento y las determinaciones de nuestros Capítulos Generales, la revisión de nuestros textos constitucionales, los procesos de re-organización, los nuevos proyectos misioneros. No me estoy refiriendo a la pastoral vocacional sin más, sino a algo previo y más fundamental:
hacer de la vida consagrada y de sus estructuras un espacio habitable y vital para las nuevas generaciones.
Ello implicaría no perder demasiado tiempo en intentar renovar aquello que no admite prácticamente ninguna renovación y dedicar el tiempo a pensar con sabiduría proyectos a más largo plazo, que generen espacios en los cuales la novedad pueda ser gestada sin excesivas amenazas.
Dicho de otra manera: la vida consagrada quiere ser un planeta habitable y cultivable por las nuevas generaciones, una nueva rampa de lanzamiento para otros vuelos. No queremos una vida rconsagrada-refugio, ni evasión para acomplejados y atemorizados. Esto no sería así, si lo único que heredaran de nosotros fuera un sistema de rezos, un modelo comunitario de bajo perfil, unas estructuras apostólicas de mantenimiento y una mirada puesta en el siglo XX, ya pasado.
La llamada que sentimos es, más bien, a ofrecer a las nuevas generaciones el espacio de la espiritualidad carismática propia –y no exportada de otros institutos o movimiento-, el espacio de la misión que se ubica en aquello que el Espíritu realiza en el siglo XXI –y no la persistencia y mantenimiento de obras que van cayendo por su propio peso y se vuelve obsoletas – y el espacio de la vida compartida en comunidad e interpelada constantemente por su misión evangélica –y no aquella comunidad poco cálida, donde se cumple lo mandado pero no se encuentra impulso ni para una apasionada espiritualidad y una misión sin reservas-.
El mayor obstáculo para que esto sea posible es nuestra desconexión con las nuevas generaciones, el difícil diálogo con ellas y también una cierta indiferencia afectiva. No los amamos como unos padres a sus hijos, unos abuelos a sus nietos, unos amigos a sus amigos.
La clave: la “revolución del amor”
Aunque a veces seamos tan críticos con la sociedad actual, a nadie le pasa desapercibido ese fenómeno que se ha denominado “la revolución del amor”. Durante muchos siglos el matrimonio y la familia han surgido del pacto o contrato entre familias, sin contar con la voluntad de los que contraían matrimonio. La Iglesia siempre defendía la condición imprescindible de contraer matrimonio libremente, pero no apasionadamente. De la pareja así casada surgía un gran número de hijos e hijas.
Para no pocos pensadores e historiadores la revolución más importante que hoy se conoce ha sido el paso del matrimonio concertado (no solo por los padres, sino también por los pueblos), al matrimonio elegido por los jóvenes “por amor”. El amor se convierte en el único fundamento legítimo de las parejas, de las familias, de las uniones amorosas en sus diversos formas. Esto sucedió por la rebelión de los jóvenes contra el sistema vigente y por la necesidad de un nuevo paradigma de pareja y familia, en el que el amor apasionado era entronizado como dador de sentido.
La fragilidad del amor-pasión era un suelo poco seguro para la estabilidad de la pareja; y por eso, el amor-pasión se debilita y pasa por zonas muy turbulentas que frecuentemente llevan al divorcio. Quienes, sin embargo, son capaces de convertir el amor-pasión en amor-acción[1], en amistad amorosa encuentran una estabilidad nueva y poderosa que contribuye a un modelo amoroso, dialogante de familia.
Las nuevas generaciones cuentan ordinariamente con el amor y apoyo de madres y padres, de las abuelas y abuelos, del entramado familiar; así pueden sobrevivir en una sociedad hostil y competitiva. Más todavía: quienes así aman y protegen a sus hijos o nietos se comprometen social y políticamente para que todo mejore y se convierta en un precioso legado a quienes vengan después de nosotros.
El pensador, filósofo y político francés Luc Ferry [2] constata cómo la “revolución del amor”, iniciada en la pareja y la familia, se extiende a la sociedad. Por los hijos, por su educación, por su bienestar y salud, los padres asumen trabajos extra y luchan en la esfera pública para que la sociedad les ofrezca posibilidades de trabajo, bienestar y paz. Por eso, se indignan, protestan, se movilizan como sociedad civil contra los poderes que impiden un futuro mejor. Defienden para las nuevas generaciones una vida con sentido, buena y feliz.
Dice un proverbio árabe que “un hombre que no ha encontrado nunca en su vida un motivo para perderla es un pobre hombre, pues no ha encontrado el sentido de su vida”.
Hoy no sabemos si la gente moriría por su religión, su patria o la revolución; pero sí estaría dispuesta a arriesgar la vida y darla incluso por aquellas personas a quienes el amor sacraliza. [3]
La “revolución del amor” funciona también, no solo a nivel familiar, sino social, político, cultural. Es una revolución del amor compasivo que actúa como ayuda humanitaria, compasión, movilización a favor de los pobres y débiles, los desdichados y masacrados, como defensa de la ecología del planeta, como diálogo con el otro, el diferente, como lucha contra el genocidio, el colonialismo, la explotación, el tráfico de personas… La revolución del amor ha cambiado nuestras prácticas y nuestros ideales colectivos como también nuestros comportamientos privados. El amor se nos impone como una especie de trascendencia que nos hace “salir de nosotros mismos”, de nuestro egocentrismo.
No es del todo verdad que nos encontramos ante el “desencantamiento del mundo” o en “la era del vacío” o ante “la melancolía democrática”. Persiste lo sagrado, pero “con rostro humano”[4]. Se expresa a través de una preocupación sin precedentes por las generaciones futuras. ¿Qué mundo les dejaremos a quienes amamos, a nuestros hijos, a los jóvenes, a los que vienen detrás de nosotros? La preocupación por las futuras generaciones es el puente que conecta la esfera privada y la pública. El mundo futuro será a la vez el de todos los humanos y los propios hijos e hijas. Una persona no se siente feliz, si los demás no lo son; si no lo son las personas que ama.
Hoy nos preguntamos: ¿es justo hacer que las generaciones futuras carguen con nuestras deudas públicas, con nuestras guerras y enfrentamientos producidos por nuestros fundamentalismo e integrismos? ¿Es justo que las próximas generaciones estén desprovistas de seguridad social y médica a causa de nuestros egoísmo? La política se reorganiza así a partir de un nuevo foco de sentido: el porvenir de las generaciones futuras[5].
Este es el humanismo del amor, nacido de la revolución que ha transformado radicalmente la familia y desde ella la sociedad. El humanismo del amor se ha expresado en la valoración de todas las culturas y la renuncia al eurocentrismo[6], en la defensa del derecho a la diferencia y a la singularidad[7].
La tarea: recuperar nuestra capacidad generativa
La vida religiosa y consagrada ha surgido como una pasión de amor, como “revolución de la ternura”. Ha considerado sagrado a todo ser humano, especialmente a los más despreciados, olvidados, marginados o desplazados. El amor pasión se ha convertido en ella en amor acción. Ha ejercido el humanitarismo de mil formas. Se ha empeñado por dar futuro a los seres humanos que no tenían futuro. La vida consagrada ha dado razón de su esperanza y con ella ha ofrecido claves de sentido a los demás.
Esa vida consagrada humanitaria, dedicada a los demás, servidora, está preocupada la pregunta: ¿quiénes van a re-emplazarme? Está muy empeñada en la preparación de un laicado partícipe de su pasión carismática, para que en su momento tome el testigo. Pero ¿qué es de las nuevas generaciones dentro de la misma vida consagrada? Ellos y ellas son los nuevos hijos del carisma fundacional.
La cuestión no es si el carisma ha perdido su fecundidad en este nuevo siglo. El problema está en ese espacio de acogida de la semilla carismática: puede ser un espacio en el cual la semilla plantada pueda desarrollarse, crecer y dar fruto, o puede ser un espacio inhóspito, hostil que produzca abortos no deseados que hagan inviable la pervivencia de la semilla. Una atmósfera de vida religiosa deficientemente comunitaria, con poco flujo de aire espiritual, con una decreciente ilusión misionera, hace difícil que la semilla plantada pueda sobrevivir. Una vida religiosa en deconstrucción o en ruinas, ¿qué puede ofrecer a las nuevas generaciones?
Es el tiempo de reparar la casa, pensando no ya en los más mayores, sino en quienes la pueden habitar en el inmediato futuro. Hay que pensar en ellos y ellas a la hora de nuestros discernimientos y tomas de decisión.
- Ellos y ellas no necesitan una vida religiosa sobre-determinada, sin espacios para la libertad y la creatividad.
- Necesitan espacios para responsabilizarse de un mundo diferente.
- Nosotros les debemos ofrecer nuestro amor, nuestro aprecio, nuestra incondicional amistad, nuestra comprensión y nuestra esperanza gozosa.
- No es el tiempo de las generaciones de mayores que lideran a las generaciones jóvenes. Es el tiempo de las generación de mayores que ejercen el mecenazgo, que confían en los recursos inéditos de los más jóvenes.
- Para esto hace falta mucho olvido de sí, y mucho amor y comprensión a aquellas compañeras o compañeros de vida consagrada que el Espíritu nos da.
Creo que una vida consagrada con esta actitud que acabo de presentar sí que resultará atractiva para nuevas generaciones. Nosotros hemos anticipado en la historia la “revolución del amor” hacia el misterio de Dios y hacia los hermanos y hermanas más abandonados. Nuestra forma de vida nace de una pasión de amor hacia Dios y hacia los hermanos. Pero, como bien sabemos, también nuestro amor-pasión es frágil y quebradizo. No se puede mantener siempre en estado candente. El amor primero está llamado a convertirse en amor-acción, en amor de amistad, amor de agape desinteresado.
Si es verdad que el justo en su ancianidad produce mucho fruto, entonces sí que podemos esperar de una vida consagrada que vive en el amor y desde el amor que active su capacidad generativa, autopoiética. Y en esa misma medida tendrá hijos e hijas, nietos y nietas, en el Espíritu. Se irá formando una nueva “familia”. La inter-generacionalidad en la vida religiosa pertenece a la “revolución del amor”. Cuando las generaciones están conectadas por el amor cambia el clima de la congregación o la orden. Y ese cambio de clima repercute en la colaboración en un mundo diferente, todo él movilizado por el amor.
[1] Luc Ferry, Sobre el amor. Una filosofía para el siglo XXI, Paidós, 2013, p. 63.
[2] Cf. Luc Ferry, Sobre el amor. Una filosofía para el siglo XXI, Paidós, 2013.
[3] Id., o.c., p. 74
[4] Id., o.c., p. 90.
[5] Cf. Luc Ferry, o.c., pp. 92-93
[6] En 1956 en Raza y Cultura Claude Lévi-Strauss habló de la diversidad de las culturas, pero no de la superioridad de unas sobre otras.
[7] Las “filosofías de la diferencia” de Foucault, Deleuze y Derrida