El perdón de las deudas (Mt 6,12)
El evangelista se ocupa a continuación de los tres grandes gestos de una existencia auténticamente humana: La limosna con relación al prójimo (Mt 6,1-4), la oración con relación a Dios (6,5-1) y el ayuno con relación a la propia persona (6,16-18). Los tres gestos son presentados como actos de justicia: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres» (Mt 6,1). El significado básico de la justicia, en el pensamiento bíblico, es la «recta» relación de Dios o de los hombres, no con respecto a una norma ideal de rectitud, sino conforme a las relaciones existenciales concretas que existen entre dos socios. Desde esta apreciación, la limosna no es una donación de lo que me sobra, sino compartir con los demás todos los bienes. La recta relación con Dios se expresa en la oración, en ella exponemos nuestros más ocultos y profundos deseos y desgranamos nuestras verdaderas y últimas necesidades. El ayuno no es una mera praxis ascética; mediante el ayuno el creyente se prepara para el encuentro con Dios (Ex. 34,28; Dt 9,9; Dn 9,3; 10,2-12). En este contexto preciso sitúa el evangelista el Padrenuestro.
En nuestra oración nos dirigimos a un Dios con rostro concreto: es nuestro Padre («Abba»). Ante él exponemos nuestros más íntimos sentimientos y nuestras más acuciantes necesidades. Entre éstas, la necesidad del perdón: «… y perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). La acepción primera de «deuda» es monetaria. Tenemos una deuda contraída con Dios; y otros la tienen con nosotros. Si la deuda es ingente, como diremos, ¿podremos pagarla? En sentido derivado, la «deuda» es el pecado: somos pecadores. Sólo Dios es capaz de perdonar nuestro pecado. El pecador desde el nacimiento y a lo largo de la vida no puede soñar en sacar bien del mal. Lo diré con palabras de Jeremías: «¿Muda el etíope su piel, / o el leopardo sus pintas? / ¿Podréis hacer el bien los avezados al mal?» (13,23) ¡Imposible! Para poder salir del círculo del mal (del pecado o de la deuda) es preciso que Dios intervenga. De ahí que el profeta pida en otro momento: «Cúrame, Señor, y sea yo curado; / sálvame y sea yo salvo» (Jr 17,14). Es la misma dinámica del salmo «Miserere»: para pasar de la región tenebrosa del pecado a la ancha llanura de la luz es necesario que Dios tenga piedad, borre, lave, purifique, intervenga a fondo en el pecador recreándole. Si nos da su espíritu, que es santo y firme, seremos blancos como la nieve, pese al carmesí de nuestro pecado. Sólo Dios puede decir con verdad: «Yo te perdono», «yo borro tu cuenta y tu delito». Dios perdona nuestras deudas, y sólo Dios.
Dios condona nuestra deuda, perdona nuestro pecado. El que ha sido perdonado por Dios aprende a perdonar. Puede interpretarse en un doble sentido: como nosotros perdonamos a nuestros deudores, perdónanos tú, Padre. El perdón divino dependería del humano. Pero el verbo griego, que de suyo está en perfecto, acaso deba ser traducido en presente. Se comprende mejor esta traducción si en el perdón entre los hermanos se alude al «día del perdón» (Yom Kippur): como nosotros perdonamos a todos en este gran día de fiesta, perdónanos también tú, Padre. En cualquiera de los dos casos, ha llegado el día del perdón. Si Dios no perdona nuestra deuda, ésta permanecerá indeleblemente escrita ante sus ojos. Si nosotros no perdonamos, no podemos suplicar el perdón divino. Uno y otro perdón están íntimamente unidos. He aquí que Dios nos ha perdonado a costa de la sangre de su Hijo. Ha sido y es un perdón gratuito y salvador: nos ha hecho pasar de las tinieblas al reino de su Hijo querido. De la misma índole ha de ser el perdón entre los hermanos. Nadie nos debe nada. Y si algo nos debiera, la contabilidad más adecuada consiste en cancelar toda deuda, como Dios ha perdonado nuestra deuda. Si la tuviera en cuenta, ¿quién podría resistir ante él? Si no olvidamos la posible deuda del hermano, ¿cómo podremos vivir? La mejor operación que podemos dar a la deuda acumulada es el perdón y el olvido. No perdemos ninguna inversión, sino que ganamos un hermano. Los dos juntos pediremos: «Padre, perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Se generará de este modo la donación mutua.
- Para pensar
Somos objeto de un amor sin fin, de parte de Dios. Sabemos que tiene los ojos fijos en nosotros siempre, también cuando nos parece que es de noche. Dios es Padre, más aún, es Madre. No quiere nuestro mal, sólo quiere hacernos bien a todos. Y los hijos, si están enfermos, tienen más motivo para que la madre los ame. Igualmente nosotros, si acaso estamos enfermos de maldad o fuera de camino, tenemos un título más para ser amados por Dios+ (Juan Pablo, I, Angelus del 10.IX.78). *Por ejemplo, es muy agradable oír que Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que una madre con sus hijos, como dice Isaías. Qué agradable es esto y qué acorde con nuestro modo de ser+ (Juan Pablo, I, Audiencia general del 17.IV.78). |