El tentador ofrecía a Jesús toda la riqueza del mundo: los reinos del mundo y su esplendor, con una sola condición: que se postrara y adorara al tentador, señor de todo poder. Jesús rechazó el poder seductor que se le ofrecía con estas palabras del Deuteronomio: «Al Señor tu Dios adorarás, / y sólo a él darás culto» (Dt 6,13; cf. Mt 4,10). El culto dado a Dios es el servicio litúrgico. Precisamente para esto Israel fue liberado de Egipto: para pasar de «la esclavitud al servicio». El siervo se debe totalmente a su señor; no puede estar dividido: «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Mt 6,24a-b). La relación entre el siervo y el señor tiene connotaciones amorosas propias del amor exclusivo y excluyente, por ejemplo, el amor de los esposos entre sí. El señor servido, en efecto, ha de ser amado y el que le ama se adhiere a su señor. No hay lugar alguno para otro señor. Los verbos antónimos son los verbos «odiar» y «despreciar». ¿En qué manos podemos poner nuestra vida? ¿A quién debemos servir con total dedicación?
El dios Riqueza o Dinero (Mamona) tiene su atractivo. ¡Cuántos hombres y mujeres sirven a este dios! ¿Merece la pena? Este dios no salva. Sus fieles «son un rebaño para el abismo, / la muerte es su pastor, / y bajan derechos a la tumba; / se desvanece su figura, / y el Abismo es su casa» (Sal 49,15); es que «el hombre no perdura en la opulencia, / sino que enmudece como los animales» (v. 13). No sólo los adoradores de Mamona perecen; el mismo dios es susceptible de corrupción, como sentencia Mateo: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban» (Mt 6,19). Unos bienes que son devorados por un insecto insignificante como la carcoma, que están expuestos al pillaje de los ladrones no pueden tener categoría divina. Si queremos bienes que perduren, acumulemos «tesoros en el cielo». ¿En qué consisten estos tesoros? Lo dice el evangelista, de una forma lapidaria, al finalizar su juicio sobre las riquezas: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24c). Servir a Dios, amarle y adherirnos a él, he ahí nuestra salvación. Fue lo que hizo Jesús al rechazar la tercera propuesta del tentador: se declaró dispuesto a amar a Dios con todas las riquezas, y aun despojado de toda riqueza. Cuando, ya en la cruz, se le arrebate la riqueza más elemental con la que cubrir su desnudez, Jesús tan sólo dirá: «Tú eres mi Dios».
Es posible que nuestra vida, pese a nuestro voto de pobreza, se muestre titubeante: ¿a qué altar acudir? ¿Nos postramos ante Dios o ante Mamona? Nuestro Dios es gratuidad, Mamona es interés; nuestro Dios libera, Mamona esclaviza; nuestro Dios es comunión, Mamona torna egoístas a sus servidores. Mamona no es la riqueza sin más, sino un sistema económico divinizado. Claro está que necesitamos el dinero, pero para ser distribuido entre los pobres, como pretendemos hacer mediante nuestras obras apostólicas. La pregunta que nos permite verificar a qué Dios servimos es de fácil formulación: ¿Dónde está nuestro corazón?; ¿dónde nuestro afecto y dedicación?; ¿dónde el sentido de nuestra vida? Allí donde esté nuestro tesoro estará nuestro corazón (Mt 6,21).
Para Pensar
Entre los muchos cristianos que han encarnado en su vida las exigencias del Señor a sus apóstoles, y han hecho suyo el distintivo de estas comunidades cristianas, está el pobre de Asís: *elegí por riqueza y por Dama a la pobreza: Dios se hizo pobre por nosotros sobre la tierra; por esta única razón elegimos, siguiendo su ejemplo, el camino de la pobreza más auténtica y real+. Y Charles de Foucauld, más próximo a nosotros, exclama: *Mi Señor y mi Dios, (cuán pronto se hará pobre aquel que amándoos con todo corazón no soportará ser más rico que su Bienamado! Ser rico, estar a gusto, vivir dulcemente de los bienes, mientras Tú fuiste pobre y viviste penosamente de un oficio duro, yo ya no puedo hacerlo, Dios mío+. |