Con ocasión de mi último viaje a Alemania, al visitar uno de los museos de la ciudad de Colonia, detuve mis ojos en el semblante de la Virgen, que os muestro. Ayer contemplábamos la imagen blanca de la Virgen de Fátima, figura exenta, las manos juntas, con un rosario. Es muy distinta de la imagen rescatada de los escombros, a la que le falta una mano, y el atributo identificativo como la nueva Eva, y sobre todo, le falta el Niño Jesús, de quien la han despojado.
Al dejar entrar en mí la mirada de la imagen, como abstraída, sin relación externa donde fijarla, en una pregunta interior -¿por qué tanto destrozo, tanta barbarie, tanta violencia?-, pregunta difícil de responder, me ha venido el recuerdo de tantos seres humanos despojados de su dignidad, sin patria, sin familia, sin techo, sin identificación.
¡Cuánto dolor respira la imagen, a la vez que serenidad! ¡Cuántas preguntas a los que le han arrancado el fruto bendito de su seno suscita la Virgen!
Y pienso en las madres que pierden a sus hijos, en las mujeres violentadas, en las que son secuestradas y esclavizadas de muchas formas.
Es muy distinto contemplar la representación de la Virgen, a la manera de la Inmaculada, de la Virgen Niña, o como se venera en Fátima y en Lourdes, que aparecen en el esplendor de la belleza, que una muestra de obras de arte, restadas de las iglesias destruidas en la segunda guerra mundial.
Hoy me detengo ante la soledad de esta imagen, que me permite, dentro del desconcierto que me produce, observar que se mantiene en pie, serena, como expectante. Quizá sea yo quien pueda devolver a la maternidad de María la relación cariñosa, y mi estancia orante ante ella, le deje gustar por un momento la relación entrañable, que tiene como vocación y misión, desde las palabras de Jesús en la Cruz.
Ante la imagen restaurada de la Virgen, que muestra tanta belleza, me atrevo a contemplar el significado de la Cruz de Cristo, expresión cumbre del amor, y reflejo de la mayor belleza, la que se contiene en la entrega total de la vida en favor de los demás.
Virgen bendita, que el dolor que sentiste al verte maltratada, te deje gustar el título noble de ser corredentora y compañera de tantos que sufren por causa del egoísmo humano, de tantas guerras injustas, de la conculcación de los derechos fundamentales.
Virgen María, hazte presente en la vida de los más despojados, y hoy te pido, también, que consueles a la Comunidad de monjas de Buenafuente, ante la muerte de quien tanto querían, M. Soledad Cereceda.