El filósofo Soren Kierkegaard sigue siendo mentor de mucha gente por una buena razón. Tocó el alma como un virtuoso maestro toca un violín; y ese toque de maestro procede no tanto de su inteligencia cuanto de su sensibilidad. Y él cultivó con mucho cuidado esa sensibilidad.
Kierkegaard había sido siempre una persona solitaria, pero, cuando joven, tomó una decisión fuerte y premeditada de permanecer de por vida casado a esa soledad. Se enamoró de una mujer y tuvieron plan de casarse, pero finalmente, con una decisión que le produjo dolor y angustia durante mucho tiempo, Kierkegaard suspendió el matrimonio, aunque amaba profundamente a la mujer. ¿Por qué razón? Temía que, si permitía entrar a otra persona en su vida de esa manera, se interferiría con su soledad, de tal forma que impactaría en la profundidad de su comprensión y en lo que él quería compartir con el mundo. Escogió la vida célibe por lo que consideró ser una causa noble, una solidaridad más profunda con la soledad del mundo. Cultivó la soledad como un medio de entrada más profundo en el alma humana.
Y esto dio fruto: Personas sin cuento, hombres y mujeres, tanto célibes como casadas, han sacado fuerza y comprensión leyendo sus escritos. Uno de éstos fue Henri Nouwen, que solía decir que Kierkegaard hizo de su soledad su regalo al mundo. Lo que experimentó Nouwen al leer a Kierkegaard, y lo que otros muchos también experimentan, es el sentido de ser introducido a ti mismo, el sentido de ser comprendido y validado dentro de tu complejidad y soledad espantosas .
Pero ¿es siempre un propósito noble la decisión de cultivar tu propia soledad?
Comentando sobre la razón por la que nunca se casó, Kierkegaard una vez escribió que vivió la maldición de que “nunca se me permitió dejar a nadie unirse a mí profunda e interiormente. La tristeza producida por esto es la tristeza de haber comprendido algo verdadero y real, y entonces verme a mí mismo incomprendido”. Unanimidad-menos-uno. Soledad moral. Tocando la verdad de forma que separa más que une.
Muchos de nosotros, sin duda, sentimos cómo estas palabras resuenan dentro de nosotros mismos. De alguna manera, nunca encontramos en este mundo nuestro verdadero amigo del alma, alguien a quien unirnos de verdad, profunda e interiormente. Pero, ¿por qué? ¿El fallo está dentro o fuera de nosotros? ¿Se trata acaso de que nunca se nos permite que nadie penetre en ese espacio profundo, o más bien es que nosotros mismos no permitimos a nadie entrar ahí dentro? ¿Es esto precisamente mala suerte, o la falta se ubica dentro de nosotros?
Todos nosotros anhelamos que alguien se nos una interior y profundamente, pero anhelar es una cosa, permitir que eso ocurra y pagar el precio por ello es otra: La intimidad auténtica es la cosa más escasa y exigente en el planeta.
Oponemos resistencia a ella y, por otra parte, en la misma medida, la invitamos: ¿Por qué?
Porque en la misma medida en que queremos compartir nuestros secretos más profundos queremos también guardarlos escondidos; queremos tanto tener constante compañía como queremos también privacidad; queremos tanto ser vulnerables, como también protegernos; queremos tanto compartir nuestras vidas como también queremos nuestra propia libertad; queremos tanto entregarnos desinteresadamente como también queremos guardar nuestras vidas y nuestras posesiones para nosotros mismos, y queremos tanto la estabilidad de un profundo compromiso como también queremos la libertad de la oportunidad. La intimidad requiere una cierta desnudez, pero la desnudez, por definición, no se siente segura de sí misma, no es fuerte, soberbia, capaz de entrar y salir de una habitación por sí misma, fría, totalmente dueña de sí. Así pues, somos siempre ambivalentes en nuestra búsqueda de intimidad. Nos acercamos a ella incluso cuando, como Kierkegaard, la rechazamos lejos de nosotros.
Algunas veces esto es saludable: Tenemos que aguantar y llevar nuestra soledad y nuestro aislamiento bien altos para no vender nuestras almas demasiado rápidamente o demasiado barato; para no contentarse con el segundo mejor puesto. Con palabras de Hafiz: No renuncies a tu soledad tan rápidamente. Que penetre en profundidad. Que fermente y te sazone como lo pueden hacer sólo pocos ingredientes humanos o divinos. Algunas veces la soledad debe cultivarse.
Pero esto puede ser también malsano o no saludable: Algunas veces la prisión de nuestra propia soledad es auto-impuesta o voluntaria y ocurre especialmente a causa de nuestra poca disposición de renunciar a la libertad, a la posesión privada, a la autoprotección, y a lo que se percibe como distante y frío. No se trata tanto de que no se nos permite la intimidad (a causa de circunstancias, suerte o invalidez), sino que nosotros mismos no la permitimos a causa de su costo real. Cuando esto sucede, nuestra soledad, a diferencia de la de Kierkegaard, no será fructífera, una tristeza fértil que sería nuestro don al mundo, sino que será más bien una tristeza estéril que agota la energía del mundo.
Esperemos que cualquier soledad que cultivemos sea de tipo saludable, el tipo que suaviza el corazón en vez de endurecerlo, que hable como lo hace la soledad de Hafiz: Algo que faltaba en mi corazón esta noche ha vuelto mis ojos tan suaves, mi voz tan tierna – mi necesidad de Dios absolutamente clara.