Cuando tenía yo 22 años, seminarista todavía, tuve el privilegio de tener una experiencia excepcional de desierto. Estuve yo en el hospital durante varias semanas, sentado con mis hermanos en una habitación de cuidado paliativo, viendo a mi padre morir.
Mi padre era todavía joven, sesenta y dos años, y disfrutaba de buena salud, hasta que un cáncer de páncreas le sacudió. Era él un hombre de fe, y se comportó así hasta su lucha final. No temía a Dios, a quien había servido durante toda su vida; tampoco al más allá, que, según le aseguraba su fe, iba a ser rebosante de dicha y felicidad. Sin embargo, no podía soltar la vida de manera fácil, y a veces luchaba casi con amargura antes de rendirse. Sentía una gran tristeza en su corazón, más suave que amarga hacia el final, durante sus últimas semanas de vida. Realmente, no quería morir.
Pero esa tristeza no se basaba en un miedo a la muerte, o a Dios o al más allá. Su tristeza tenía que ver con el tener que abandonar este mundo, dejar a su esposa, a su familia, a su comunidad, tener que dejar los sueños que acariciaba para sus años de jubilación; y su tristeza tenía también que ver con su propio disfrute de la vida. Se sentía triste ante el hecho amargo de que él se estaba muriendo mientras el resto de la familia, nosotros, y el resto de la vida, seguirían adelante, sin contar ya con él.
Hace poco tiempo me acordé de esto mientras leía un artículo en “America Magazine”, escrito por Sidney Callahan, en el que ella comparte sobre su propio miedo a morir. He aquí una parte destacable de su texto:
“Surge una honda tristeza por el hecho de tener que renunciar al propio papel en el drama actual de la propia vida y del propio tiempo. El círculo familiar local y el amor de uno a la propia familia y a la gente (incluyendo a mi perrito encantador) nos vinculan a nuestro específico y bello mundo. Interrumpir esta historia es una perspectiva dolorosa, cuando añoramos continuarla por siempre. Cuando tu vida es un dichoso banquete de Sábado sagrado, ofrecido por Dios para nosotros aquí y ahora, abandonar tu puesto a la mesa puede resultar difícil – aun cuando sea por una celebración más gloriosa. Al morir entraremos indefectiblemente en una existencia novedosa, imposible de imaginar; seremos como un feto que nace y sale a la luz. A pesar de las maravillas prometidas para el mundo futuro, me temo que me identifico con el feto feliz y satisfecho en el seno de su madre, que no quiere salir y asomarse al mundo”.
Antes de descartar esto como un sentimiento inmaduro y menos-que-santo, podríamos examinar con cuidado el miedo que sintió Jesús mismo a morir. Los evangelios presentan su agonía, su “sudar sangre”, como un drama más moral que físico-corporal. Se trata de percibir a Jesús en su humanidad, como amante, que está sudando su propia muerte. Los evangelios lo dejan bien claro. Al describir la muerte de Jesús, destacan su inmensa soledad, su aislamiento, su estar “a un tiro de piedra de todos” y su sentimiento de sentirse abandonado. La pena y el dolor que él expresa en el Huerto de los Olivos no es miedo al dolor físico inminente; es miedo al abandono inminente, a perder su puesto a la mesa, al aislamiento moral y emocional al morir, a morir solo, a morir incomprendido, a morir como unanimidad-menos-uno.
Puede sernos útil contemplar esto, por varias razones.
Primero, una comprensión más profunda de este misterio nos puede ayudar a reconocer y tratar con mayor apertura algunos de nuestros temores sobre la muerte. Necesitamos conformarnos con sentirnos tristes ante el pensamiento de la muerte. Así mismo, una comprensión más profunda de esto nos puede preparar para la soledad que un día tendremos que afrontar. Como dijo acertadamente Martin Luther King: “Vas a morir solo. Más te vale que creas solo”.
Segundo, una comprensión más profunda de este misterio nos puede salvar de hacer juicios simplistas sobre el modo cómo otra gente se relaciona con la muerte. Es demasiado común la creencia simplista de que, si una persona tiene fe auténtica, debería ser capaz de soltar la vida con facilidad y morir pacíficamente. Eso es cierto, pero precisa cantidad de reservas: Como escribió una vez Iris Murdoch: “Un soldado raso muere sin miedo, Jesús murió amedrentado”. Jesús, tal como aclara el relato de su muerte según el evangelio de Marcos, no pasó por el proceso de muerte, por el proceso de soltar la vida, serenamente. Afrontó su muerte con fe y valor, pero también la afrontó con profunda tristeza, intensa lucha, casi con amargura, y con aparente oscuridad en el epicentro de su fe. Personas con buena salud, personas que aman la vida encuentran difícil renunciar a su puesto junto a las mesas de este mundo. ¡No es de extrañar que también Jesús forcejeara y luchara!
Por último, una comprensión más profunda de este misterio puede, paradójicamente, ayudarnos a entrar en el ruedo de la vida con mayor profundidad. Jesús nos dice que tenemos que perder nuestras vidas para encontrarlas. Entre otras cosas, esto quiere decir que tenemos que aceptar el que un día tengamos que perder nuestro puesto en las mesas de este mundo. Y esa aceptación puede darnos un mayor aprecio por las mesas de la familia, de la comunidad, y el disfrute de sentarnos ahora en este específico y bello mundo.
La vida y el amor son valiosísimos, a ambos lados de la eternidad. Nuestro temor de perder nuestro puesto dentro de ellos es un saludable y santo temor.