Hace cuarenta años, Philip Rieff escribió un libro titulado El triunfo de lo terapéutico. En esencia, alegaba que hoy, en el mundo occidental, mucha gente necesita terapia psicológica, principalmente porque nuestra estructura de la familia se ha vuelto débil y muchas estructuras de la comunidad se han derrumbado. Asegura que en las sociedades donde aún hay familias fuertes y comunidades fuertes hay mucha menos necesidad de terapia privada; la gente puede resolver más fácilmente sus problemas dentro de la familia y la comunidad. Por el contrario, donde la familia y la comunidad son débiles, generalmente somos dejados a nuestra suerte para tratar nuestros problemas con un terapeuta más bien que con una familia.
Si Rieff está en lo cierto, y yo creo que lo está, se sigue que la respuesta a muchas de las dificultades que nos dirigen al diván de la consulta se hallan tanto, y quizá más, en una participación más plena y más saludable en la vida pública, incluso la vida de la iglesia, que en una terapia privada. Necesitamos, como Parker Palmer sugiere brillantemente, la terapia de una vida pública.
¿Qué se quiere decir con esto? ¿Qué es la terapia de una vida pública?
La vida pública, la vida compartida dentro de una familia y una comunidad, más allá de nuestro yo privado e intimidades privadas, puede ser poderosamente terapéutica porque nos hace salir de nosotros mismos y nos introduce de las vidas de los otros, nos da un cierto ritmo y nos conecta con recursos más allá de la pobreza de nuestras propias vidas.
Participar sanamente en las vidas de otras personas nos puede llevar más allá de nuestras obsesiones privadas. Puede también estabilizarnos. La vida pública tiene generalmente un cierto ritmo y una regularidad que ayuda a calmar el caótico torbellino de la impaciencia, depresión y sensación de vaciedad que tan frecuentemente puede desestabilizar nuestras vidas. La participación en la vida pública nos da claramente cosas definidas que hacer, lugares habituales de parada, eventos regulares de estructura y estabilidad, y un ritmo: ventajas que ningún diván psiquiátrico puede proporcionar. La vida pública nos conecta con recursos que hay más allá de nosotros mismos y a veces son la única cosa que nos puede ayudar.
Mientras realizaba estudios en Bélgica, tuve el privilegio de asistir a las clases de Antoine Vergote, un renombrado doctor en Psicología’ y el alma. Un día le pregunté cómo debería tratar uno las obsesiones emocionales que paralizan, tanto en uno mismo como cuando tratamos de ayudar a los demás.
Su respuesta me sorprendió. En esencia, dijo esto:” La tentación que podrías tener como sacerdote es dar simplistamente este consejo: ‘¡Lleva tus preocupaciones a la capilla! Asócialas a tu oración. Dios te ayudará’. No es que esto esté mal. Dios y la oración pueden ayudar, y ayudan. Pero los problemas obsesivos son principalmente problemas de sobreconcentración, y la sobreconcentración se rompe mayormente al salir de ti mismo, fuera de tu propia mente, de tu propio corazón, de tu propia vida y de tu propio espacio. Así, mi consejo es: involúcrate en cosas públicas, desde entretenimiento hasta política, hasta trabajo. Abandona tu mundo cerrado. ¡Entra con determinación en la vida pública!”
Él siguió, desde luego, calificando esto, de modo que se diferenciase de la simplista tentación de encerrarse en distracciones y trabajo. Su consejo aquí no es que uno deba dejar de hacer el doloroso trabajo interior, sino que la solución de los problemas privados interiores de uno depende también de las relaciones externas, tanto relaciones de intimidad como de una naturaleza más pública.
He aquí un ejemplo: Durante más de una docena de años, enseñé teología en el Newman Theological College de Edmonton (Canadá). Nuestro campus era pequeño e íntimo, y teníamos una fuerte vida de comunidad. Ocasionalmente, un hombre o una mujer que estaba atravesando por alguna debilidad o inestabilidad emocional se dejaba ver por el campus, sin inscribirse en clases formales, sino simplemente convivía con la comunidad, orando con nosotros, socializando con nosotros y acudiendo a algunas pocas clases. Invariablemente, yo los veía que poco a poco se volvían más estables y fuertes emocionalmente, y encontraban esa nueva fuerza y equilibrio no tanto de lo que aprendían en algunas de las clases cuanto de lo que hacían al participar en la vida fuera de las clases. La terapia de una vida pública es lo que ayudó a curarlos.
Para nosotros como cristianos, esto también significa la terapia de la vida de la iglesia. Nosotros nos volvemos emocionalmente más fuertes, más estables, menos obsesionados y menos esclavos de nuestra propia impaciencia al participar más plena y saludablemente en la vida pública de la iglesia. Los monjes tienen secretos dignos de ser conocidos. Han entendido durante largo tiempo que un programa vivido con regularidad (un ritmo diario, la participación en la comunidad, un mandato que debes presentar y la disciplina de una campana monástica que llama a cada uno a una actividad común, tanto si esto se le acomoda como si no en ese momento) han mantenido a muchos hombres y mujeres cuerdos y estables emocionalmente. La Eucaristía regular, la oración regular con los demás, los encuentros regulares con los otros, las obligaciones regulares y las responsabilidades regulares en una comunidad eclesial no sólo ayudan a nutrirnos espiritualmente, también ayudan a mantenernos cuerdos y estables. La terapia privada puede a veces ser útil, pero la vida eclesial y pública, con sus consistentes ritmos y demandas diarias, más que cualquier otra cosa, puede ayudar a mantenernos en pie de forma estable.