Esta tierra también produce buenos frutos de amistad. No se puede vivir sin amigos, sin compañía, sin regazo, sin un asidero donde descansar y retomar la andadura de cada día. La amistad se convierte en don que hay que cuidar y cultivar. Mis manos no han estado solas, han encontrado calor y abrigo, fortaleza y cariño. Se han sentido acompañadas, ayudadas, guiadas por otras manos. Mantengo como un gran tesoro los nombres de buenos amigos y amigas que he ido haciendo por estas tierras. Así comienza la lista: Jorge, Priscila, Josefa, Tico, Marta, Laura, Javier, María, Manuel…y no vamos a dejar que llegue el final porque es una lista siempre abierta, inacabada. Con algunos de ellos he podido mantener una comunicación abierta, franca, sincera. Con el paso del tiempo se han fortalecido los lazos de amistad. Son amigos de cerca y de lejos, siempre atentos, disponibles, generosos y desprendidos. En sus casas hay un sitio para el descanso, la fiesta, la oración, el diálogo, la mesa y la felicidad compartida.
Al lado de toda esta buena gente uno vuelve a ser bendecido, agraciado, enriquecido con sus palabras y ejemplos de vida. Se aprende mucho dejándose acompañar, querer, emocionar. En sus pequeños detalles muestran la grandeza y nobleza de sus corazones. No se quedan en teorías, divagaciones, idealizaciones; saben ser prácticos, humildes servidores; y, cuantas veces haga falta, se puede contar con ellos; “no escurren el bulto”, ponen “manos a la obra” sin ninguna ostentación y mérito. Están donde tiene que estar y hacen lo que tienen que hacer. Por distintos motivos y en diversas circunstancias los he necesitado, los he llamado o visitado. No me han defraudado. Han sido luz, apoyo, refugio, nido, aliento, sabiduría, distracción, calma, empuje, presencia de Dios.
Es bueno dejar constancia de otro ejemplo de vida amiga y familiar. Francisco es un hombre sin letras, de gran corazón, ronda los cincuenta años. Forma parte del equipo de Pastoral Sanitaria. Con él y el equipo de voluntarios de esta Pastoral visitamos, como dije anteriormente, el hospital público de S. Pedro Sula. Una de esas tardes calurosas del mes de Julio, al terminar de hacer las visitas a los enfermos, me dijo que le gustaría que también visitara su casa y orase con toda su familia; así podríamos compartir un rato más prolongado de comunicación y de fe con todos. La noche del 27 de Julio será recordada por mí de una manera especial. Se convirtió en una noche de gozo y salvación. Noche de Dios. Recibí la bendición de una familia humilde, muy humilde, Su casa tardará en ser terminada porque el dinero apenas llega para cubrir los gastos más elementales y necesarios para los cinco hijos. La casa era pequeña y la acogida fue grande, muy grande. Advertí con prontitud que mi presencia era esperada; y con un desmedido esfuerzo prepararon una exquisita cena. Seguro que desequilibré el presupuesto de la semana. La fuente de ingresos de esta familia amiga procede solamente del pequeño taller de electricidad que regenta Francisco y en el que trabajan sus dos hijas mayores.
La cena transcurrió con holgura, simpatía, libertad de palabras, naturalidad y afecto. Manifestaron interés por los trabajos que voy realizando en la preparación de la Misión, los lugares que he visitado, las respuestas de los grupos, las dificultades que voy encontrando, etc. Recordamos la Santa Misión de 1991 y los nacimientos a la fe de numerosas comunidades y grupos católicos. También hicimos recuento de los sucesos que estábamos viviendo durante esos días en la ciudad y en diferentes colonias: huelga prolongada de los maestros, huelga de los servicios de limpieza, inseguridad de la población con el crecimiento de las pandillas; platicamos sobre el trabajo, de los clientes del comercio, del estudio de los hijos adolescentes, de la entrega fiel e incondicional de los esposos a lo largo de sus vidas, de la superación de tantas dificultades por las que han pasado y que han vencido, de la participación desigual que tienen los hijos en las actividades de la parroquia…
Al final, me invitaron a orar con calma por toda la familia. El más pequeño proclamó la Palabra de Dios, hicimos un prolongado silencio y comenzó una comunicación vibrante, creyente, orante. El testimonio de cada vida y de cada uno hacia los demás fue otra gracia que nos sedujo, atrajo e interpeló. Las palabras eran portadoras de vida y de reconocimiento afectuoso de los padres hacia los hijos y viceversa. Se valoraron, se aproximaron, se bendijeron, nos dimos un apretado abrazo de paz. Había brotado espontáneamente la actitud de agradecimiento y amor del bueno. También dejamos aparecer alguna lágrima signo de alegría y emoción por el regalo del encuentro, por la bendición del hogar, por la inolvidable cena fraterna. La más pequeña de la casa nos regaló un beso a cada uno. Fue una noche para guardarla en el corazón y hacer memoria de ella.
Es verdad, se puede vivir en medio de la pobreza con una felicidad suficiente; como la de Francisco y su familia. La sorpresa fue mayor cuando, en la despedida, me entregó en nombre de toda su familia, una pequeña aportación económica para los gastos que lleva la organización de la Misión. En este hogar, se cierra la jornada orando en familia al calor de la Palabra y descansan unidos en el Señor. Son un solo corazón y una sola alma. Son pobres y bienaventurados, son humildes y alegres, son trabajadores y se ganan cada día el pan con el sudor de sus frentes.
Sin distancias, sin ropajes, sin artificialidades, estos amigos que viven en los extrarradios de San Pedro Sula me regalaron su pobreza y su grandeza, su verdad y su luz, su humilde hogar y un sitio estrecho a su mesa que nunca olvidaré.