Pasamos el testigo a María Luna. Con sólo 18 años de edad y con un hijo de meses en brazos, se encontró sola y desamparada. Pidió cobijo y ayuda a su hermana mayor que residía en una humilde vivienda en el sector de Chamelecón, jurisdicción de San Pedro Sula. El hogar de estas hermanas se desintegró cuando la madre de ellas decidió hacer vida marital con un hombre casado, que no llevaba sustento a casa pero sí maltratos. Viviendo con su hermana, la desgracia no cesaría de perseguirlas, pues un huracán acabó con la casa y tuvieron que ser reubicadas. María volvió a quedar sola con su hijo Isaac. Comenzó a trabajar en una licorera, en maquilas, en la venta de tortillas. Hoy, esta modesta mujer con 42 años cuenta con su propia casa donde ha acogido a su madre. Su hijo cuenta con 14 años y estudia en el colegio. Confiesa: “No me puedo quejar, porque después de tanto sufrimiento me ha ido bien y las tortillas no dejan de venderse. Gracias a Dios, aquí estoy”.
El turno ahora se lo cedemos a Flora, madre soltera, que con sus hijos lucha por subsistir. El Triunfo de la Cruz, es una pequeña comunidad garífuna situada en las bellas playas del puerto de Tela. Ahí encontramos a Florinda, una mujer de 45 años, madre soltera de ocho hijos en su mayoría adolescentes. Sabe lo duro que es vivir en pobreza y pertenecer a una raza que pasa inadvertida y discriminada para el gobierno. Flora se dedica a la venta del popular pan de coco y de pescado; también lava ajeno y plancha para poder sobrevivir. No recibe ninguna ayuda de los hombres con los que ha vivido. Siempre abandonada y con la cruz pesada de sacar a los hijos adelante para que puedan tener una vida mejor. De sus ocho hijos, los cinco menores viven con ella en un pequeño cuarto de dos piezas. Sus tres hijos mayores que, tras cumplir la mayoría de edad, decidieron emigrar de esa casa buscando mejores alternativas de vida, trabajan en maquilas y albañilería, trabajos mal pagados y temporales. “Mi sueño es que todos mis hijos estudien y salgan adelante; pero así como está la situación, a una no le queda otra cosa más que resignarse y esperar quizá un milagro de parte de Dios”.
En el tiempo de preparación para iniciar la Santa Misión he sido testigo del matrimonio de unos amigos. Celebrar este sacramento no es algo común; es más bien un acontecimiento extraordinario. Lo habitual es vivir en pareja, lo anormal casarse por la Iglesia. Esta pareja amiga acogió el don de la fe hace ocho años. Desde entonces no han dejado que la luz de la fe recibida se apagara. La cuidaron y la hicieron crecer y madurar. Participan de la vida de su comunidad católica. Viven comprometidos con ella. Sus buenas obras dan fe de la grandeza de sus corazones. Me dicen que ellos y sus dos hijos se han entregado definitivamente a las cosas del Señor; que sin su gracia y bendición, no serían nada. Les he visto emocionarse y llorar cuando pronunciaban las palabras del rito matrimonial. Se han confesado fieles, auténticos, enamorados. Se saben frutos del amor y tienen la experiencia de haber pasado por diferentes pruebas y crisis, verificando siempre que Dios no les ha retirado sus dones y su amistad. Son una sola carne. Son dichosos. Sus hijos son la causa de su alegría. La fiesta acabó bien.