A ellas nos hemos referido en páginas anteriores. Este diario cotidiano y doloroso, que me ha acompañando a lo largo de estos meses, ha ido recogiendo algunas experiencias vividas en distintos momentos. Una de las que me llamó la atención fue el contacto con estas mujeres consagradas que cargan sobre sus espaldas a hombres y mujeres enfermos de SIDA, a ancianos olvidados en el tiempo y para los cuáles la sociedad les ha ido dando totalmente la espalda. Algunos de sus cuerpos son recogidos en su cabalgadura y llevados a su posada para ser curados o para ser bien despedidos hasta la casa del Padre. Todo un ejemplo vivo y encarnado de la parábola del buen samaritano.
La casa donde habitan estas religiosas está llena de luz. Es un pequeño paraíso de vida y sanación, de humanidad y de signos de amor. Residen allí aquellos que no cuentan nada en la sociedad, los que no son gratos de ver porque son antiestéticos, están enfermos y necesitan continuos cuidados. Ellos y ellas son benditos de Dios, son sus pequeños, sus preferidos. Necesitan todo: curación, compañía, vida, alimentos, limpieza, esperanza. Llegan desprotegidos y encuentran cobijo, llegan en soledad y reciben cariño, llegan casi muertos y resucitan, llegan enfermos y algunos son curados, llegan sin techo y ahora tienen un sitio donde reclinar la cabeza, llegan maltratados y son bien queridos, llegan sucios y quedan limpios. Me sale del alma dar gracias a Dios por haber conocido a estas religiosas que llevan una vida tan radical que resulta casi imposible seguirlas. Bendito seas mi Señor por cada una de estas hermanas que devuelven a las personas la dignidad que otras les arrebataron. Gracias por cada una de ellas, por llenar el mundo con el amor que sale de sus miradas y de sus laboriosas manos, por el perseverante esfuerzo de estar siempre cerca de los más pobres y desfavorecidos. Me ha seducido su atrayente simplicidad, reflejo de la tuya. Me ha hecho mucho bien poder comprobar el celo misionero de estas humildes religiosas que “a toda prisa”, como María, se ponen en camino de fe y de amor para llegar allá donde la necesidad o la herida es mayor. Gracias Padre, por la santidad de sus vidas, por haberlas puesto en mi camino y por el ejemplo que he recibido. Ellas me han ayudado para seguir con más fidelidad en el camino de tu Hijo Jesús, hermano nuestro.
No me canso de admirar la labor callada y sonriente de este grupo de mujeres fuertes en la fe, arraigadas en la esperanza y ancladas en el Reino de los más pobres. Ellos son su luz y su dicha. Ellas descubren el rostro vivo de Jesús en cada uno de ellos. Con ellos habitan, viven y mueren. La fraternidad, la plegaria, la amistad, la oración, la eucaristía de todas las mañanas de los viernes nos han ido uniendo y acercando. Sacian su sed en la contemplación del Misterio Pascual. De ahí beben sus frutos: alegría, servicio, paz, austeridad. Es también una bendición ir a celebrar la eucaristía acompañado de Elda, mujer y madre comprometida con ellas, su numerosa familia y su trabajo. Ella también se desvive por atender a las religiosas, colabora mucho con la misma causa y los mismos pobres. Es de una pieza. Es otro regalo de Dios.