Haremos un breve recorrido por algunas de estas fecundas tierras, generadoras de vida, alentadoras, gratificantes y abiertas cada día a la gracia de Dios y al trabajo perseverante de tantas personas en las fábricas, en las escuelas, en los presidios, en las familias, en las calles, en los despachos, en las distintas organizaciones de voluntarios, en los múltiples trabajos misioneros, en los servicios de todo un presbiterio que se entrega a sus comunidades con ahínco y fraternidad compartida, en las campañas infantiles y juveniles que cada año organizan para el bien de esta inmensa población.
Al lado de todas estas personas iremos aprendiendo las lecciones del compromiso, la paciencia, la coherencia, el servicio y la disponibilidad. No nos dejarán indiferentes. No nos quedaremos neutros. Nos hablarán de superación, de entrega y sacrificio. Ellos son la luz y la sal de la que nos hablaba Jesús, la levadura en la masa y el grano de trigo. Son capaces de vencer las tristezas, de empezar una y otra vez, después de cada frustración, de cada intento por hacer mejor la realidad. Saben por experiencia que no hay evangelio sin cruz, que no hay resurrección sin paso por la muerte, que hay camino por recorrer y metas por alcanzar.
Nuestras muchas flores indefensas tendrán ahora la defensa y el abrigo de aquellos que orgullosamente iremos presentando con todo el amor y reconocimiento que se merecen. Muchos buenos rostros anónimos quedarán sin salir a la luz, otros los nombraremos por la ejemplaridad de sus vidas y testimonios. Me he sentido orgulloso de poder conocer a todas estas personas, de diferentes edades y condiciones sociales. Con todas ellas mi sacerdocio misionero ha crecido, se ha hecho más humano, más de Dios y de todos los hombres.