La transformacion del amor.

10 de octubre de 2024
Print Friendly, PDF & Email
Print Friendly, PDF & Email

Para terminar con el capítulo cuarto de la exhortación Amoris Laetitia del papa Francisco, recogeremos a modo de síntesis su último epígrafe, en donde se reflexiona sobre la transformación del amor.

Durante todo el capítulo cuarto el papa Francisco nos ha invitado a reflexionar sobre el himno de la caridad y poco a poco ha ido desentrañando los comportamientos propios del amor. La paciencia, la actitud de servicio, la amabilidad, el desprendimiento, la capacidad de perdonar, de alegrarse con y por el otro y sembrar una vida en común desde la confianza.

Evidentemente que todas estas cualidades implican una transformación personal. Cada una de ellas, es un desafío interno que elige cada día. Por ejemplo, siempre podemos elegir confiar en el otro, aunque por dentro, sintamos la tendencia a no hacerlo. Si elegimos confiar a pesar de nuestra propia inseguridad propagaremos la confianza incluso aunque el otro no esté dispuesto o disponible a recibirla.

Si no tenemos paciencia para creer en la fuerza transformadora de la confianza, no veremos sus frutos. Así mismo, si no tenemos la confianza necesaria en el amor, tampoco podremos acceder a su fuerza transformadora.

¿Pero, en qué nos transforma el amor?

Primero nos abre los ojos a la belleza, a la alegría, a la confianza y a la existencia misma. Nos afina la mirada para ver más allá de la estética, de la pasión, de la conveniencia, de la utilidad. Detrás de nuestra pareja ya no está solamente esa persona atractiva que nos llamó la atención o esa persona que nos descubrió la pasión emocional, psíquica, social y sexual. El amor nos permite ver más allá de todas esas cualidades personales y avanzamos a ver la dignidad intrínseca, la semejanza y la libertad del otro.

El amor transforma la actitud de control y de seguridad que tanto buscamos los seres humanos. El amor nos permite ver lo “único e irrepetible” de cada persona, de cada momento.

Nos permite acceder al movimiento propio de la existencia. Es decir, a esa cualidad tan humana de ser un gerundio; es decir, evidenciar que “vamos siendo”. Cada día como una nueva posibilidad. Cada situación como una nueva perspectiva. El amor también nos deja claro que el amado nos transforma tanto como nosotros a él.

Aunque cada persona con la que nos encontramos toca nuestra existencia y la modifica, esto se expande exponencialmente cuando hay amor de por medio.

Evidentemente esta fuerza no se detiene. En el continuo del tiempo se mantiene. Todos vamos cambiando por acción del amor y por ello, el amor también nos educa a elegirnos cada día y a saber elegir el comportamiento ante cada situación.

Cuando esto se debilita, el amor queda atrapado por ideas y pensamientos y entonces no se construye el presente, levantándose un castillo de naipes sobre ideas viejas en vez de un árbol sólido sobre raíces profundas.

Por ejemplo, vivir con la “imagen de la pareja anclada en el pasado” es no vivir en pareja. En el fondo es vivir uno mismo con sus propias ideas. La transformación de una persona en el amor justamente destruye tal ceguera y abre los ojos al presente y la confianza de que todos somos seres de posibilidad. Esta transformación quizá es de las más significativas.

En ese continuo cambio se comprende por ejemplo el perdón. No se puede perdonar una vez y decir que se ha perdonado. Los errores no se perdonan y se olvidan, los errores se perdonan cada día para que cada día vayan dejando un rastro nuevo. Una huella nueva que va cambiando la desconfianza en confianza, un rastro nuevo que facilita la transformación completa de la persona y no un mero “olvido”.

Hemos pasado recientemente la Navidad, un nuevo año se abre ante nuestra existencia como una enorme posibilidad de dejarnos transformar por el amor y ser semilla para los que amamos.

Reflexionemos y permitamos que el amor transforme nuestra vida y abra nuestros ojos, quizá en el amor está la llave para comprender la invitación de Jesús cuando nos dijo: “la Verdad os hará libres” (Juan 8, 32).

Fuente de imagen: Depositphotos