¿Busca trabajo? ¿Ha finalizado sus estudios y no sabe a qué dedicarse? Si se encuentra en alguna de estas situaciones, piénseselo bien: lo que realmente le interesa es trabajar en una fábrica de armas. Si tiene la cualificación necesaria y pocos escrúpulos morales, no hallará otro puesto más seguro. Armas cortas, largas, ligeras, pesadas…, todas parecen tener las ventas garantizadas. Comerciar con ellas sigue siendo un gran y lucrativo negocio, incluso en tiempos de crisis.
Sí, porque las guerras y los conflictos internos no entienden de crisis económicas ni financieras. Para comprobarlo no hay más que echar un vistazo al último informe del Instituto Internacional de Investigación sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés). Esta prestigiosa institución, que vio la luz en 1966 y que cuenta con la mayor base de datos a nivel mundial sobre transferencia de armas, hizo público el pasado 2 de junio su informe anual sobre armamentos, desarme y seguridad internacional. ¿Y qué se dice en él? Pues, en esencia, que a pesar de la crisis mundial, los gastos en armas aumentaron un 5,9% en 2009 (¡un 49% con respecto a diez años atrás!) y que estos superaron ya el ¡billón y medio de dólares! La cifra marea.
Parece que los países ricos tratan de levantar cabeza a su manera: fabricando y vendiendo más armas que nunca. Los países ricos, sí, porque son los más desarrollados, las primeras potencias, las que más y mejores armas producen. A la cabeza se halla Estados Unidos, que acapara el 30% de las exportaciones mundiales de armamento. Le siguen Rusia (con un 23% del mercado), Alemania (11%), Francia (8%) y Reino Unido (4%). Estos cinco Estados –miembros todos ellos del Consejo de Seguridad de la ONU, excepto Alemania– venden el 76% de las armas que se producen en el mundo. Estados Unidos lo hace a 76 países, aunque sus principales clientes del año pasado fueron, sobre todo, Corea del Sur, Israel y Emiratos Árabes Unidos. Las armas rusas fueron a parar, principalmente, a China, India y Argelia; las alemanas, a Turquía, Grecia y Sudáfrica; y las italianas (por un importe de 4.500 millones de euros, un 61% más que hace un año), a Marruecos, Nigeria, Libia, Arabia Saudí, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, etc.
“¿Y España?”, se preguntará el lector. España es ya una de las naciones que más armas vende del mundo. Según datos de la Secretaría de Estado de Comercio, nuestro país exportó en 2009 material bélico por valor de 1.346,52 millones de euros, récord histórico y un 44% más que las ventas del año anterior. Ello quiere decir que uno de cada diez euros ingresados por nuestras exportaciones procede ya de la venta de armas, algo que nunca se había producido hasta la fecha. El 65% de las armas españolas fueron vendidas a socios de la Unión Europea y de la OTAN, pero el 35% restante tuvieron por destino países “sensibles” como Israel, Marruecos, Colombia, Venezuela, Cuba, India, Pakistán, Arabia Saudí, Brasil, México, Ghana, Ruanda, Kenia, Gabón, Botsuana y Tailandia. Y esto, lógicamente, no gusta a nadie. De hecho, alguna de esas transacciones, como la de Tailandia, ha sido denunciada porque podría haber violado el código de conducta de venta de armas de la UE, que trata de “impedir la exportación de equipos que pudieran utilizarse para la represión interna”. Dicho Código establece que la situación interna del país de destino puede constituir por sí sola motivo suficiente para impedir una venta.
Consecuencias
Luego están, claro, las consecuencias de esas ventas. Mucho más difíciles de plasmar en un papel, porque la muerte, el dolor y el sufrimiento que causan las armas nunca cabrán en unas pocas líneas. El ministro de Asuntos Exteriores de Noruega aseguraba en mayo en un congreso internacional que las armas matan cada día en el mundo a 2.000 personas. Y la directora del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) añadía que la violencia es uno de los principales obstáculos para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
Otra agencia de la ONU, el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), acaba de recordar también que 43 millones de personas –la cifra más alta desde finales de los noventa– se habían visto obligadas en 2009 a dejar sus hogares y a huir a cualquier sitio a consecuencia de las guerras. De esa cifra, 15,2 millones tenían la condición de refugiados, mientras que 27,1 millones eran desplazados internos en sus propios países. Todos, en cualquier caso, tienen un incierto futuro ante sí, pues en esos doce meses solo unas pocas decenas de miles (251.000) pudieron regresar a sus lugares de origen.
Amnistía Internacional, por su parte, ha denunciado las consecuencias de la falta de control en la venta de armas. En un informe del pasado mes de mayo, titulado Irresponsable y mortal. El comercio irresponsable de armas: su impacto sobre la vida, los derechos y los medios de existencia, la organización concluye, por ejemplo, que las armas ligeras o de pequeño calibre son responsables de aproximadamente el 60% de las violaciones de los derechos humanos que se cometen en el mundo.
Amnistía sabe lo que dice. Armas hay de muchas clases: nucleares, biológicas, convencionales, pesadas, ligeras… Pero, por muy peligrosas y destructivas que sean las primeras, la verdadera sangría la causan las armas convencionales y, en especial, las armas ligeras. “En el mundo circulan 500 millones de armas ligeras que, solo desde enero de 2009 hasta hoy, han provocado la muerte de 432.000 personas”, corrobora Mauricio Simoncelli, profesor de Geopolítica de la Universidad de Roma y vicepresidente del Instituto de Investigación Internacional “Archivo Desarme”. Una parte muy importante de esas armas ligeras (se estima que hasta una quinta parte del total) están en África. “Las armas ligeras en África –añade el profesor Simoncelli– son un auténtico instrumento de destrucción masiva. (…) El 90% de las municiones y de las armas utilizadas allí provienen de países ajenos al continente”.
Habría que matizar mucho, e incluso puede parecer una afirmación simplista, pero en líneas generales es así. Los países ricos y desarrollados son quienes, comúnmente, fabrican y venden las armas (un negocio muy lucrativo, como ya se ha apuntado), y los países empobrecidos, los que habitualmente ponen las guerras y los conflictos internos. Cuanto más conflictos se den, más demanda de armas habrá y más fácil será colocarlas.
Moralidad
Pero ¿cómo se regula el comercio de armas? ¿Qué criterios siguen los países a la hora de dar el visto bueno o no a una transferencia de material bélico? ¿Y qué dice la legislación internacional sobre la venta de armas?
Empecemos por esta última cuestión. En lo que respecta a las armas convencionales, la legislación internacional no dice nada, por la sencilla razón de que no existe tratado alguno que regule este asunto. Y es que, pese a ser consciente del problema desde hace años, la comunidad internacional hasta el momento se ha mostrado incapaz de dotarse de un marco legal sobre las transferencias de este tipo de armas. Aunque, venturosamente, parece que esta escandalosa situación tiene los días contados, porque el 30 de octubre de 2009 la comunidad internacional acordó que una conferencia de la ONU elaborará en 2012 “un instrumento legalmente vinculante” que regule las transacciones de armas convencionales. Habrá que estar vigilantes, como ya han pedido las ONG, para que la normativa que vea la luz en esa cumbre sea “firme y sólida” y no papel mojado.
La Iglesia católica ya hace tiempo que había pedido esa norma internacional. La razón es muy simple. Dado que el comercio de armas es un fenómeno global, no puede encontrarse una verdadera solución a los problemas que plantea sin una acción común. Además, no tiene sentido que se hagan esfuerzos por regular las muy peligrosas armas nucleares y biológicas, y se haga la vista gorda con las otras.
La posición de la Santa Sede sobre el comercio de armas está recogida en un documento que el Pontificio Consejo “Justicia y Paz” publicó en 1994, titulado El comercio internacional de armas. Una reflexión ética. (Ver Ecclesia n.º 2.698-99, del 20 y 27 de agosto de 1994, páginas 20-30).
Merece la pena detenerse un instante en él. Allí se explica lo ya sabido por todos los cristianos: que la guerra nunca es la solución a los problemas políticos, económicos y sociales que hay en el mundo; que con la guerra no se resuelve nada, y que se debe apostar siempre que sea posible por los medios no violentos (el diálogo, la negociación, la mediación, el arbitraje o las presiones populares) para resolver los conflictos. No obstante, se reconoce también que los Estados tienen “derecho a la legítima defensa mediante el recurso a las armas”. Y se va más allá al señalar que, hoy día, los Estados “ya no tienen el derecho a la indiferencia”, y sí el “deber” de desarmar al “agresor injusto” de víctimas inocentes si los medios diplomáticos se han mostrado ineficaces. Es decir, que los principios de soberanía de los Estados y de no injerencia en sus asuntos internos no tienen un valor absoluto.
Y con respecto a la venta de armas en sí, ¿qué dice la Iglesia? Pues algo que resulta de sentido común. Que no es lo mismo fabricar armas que televisores o relojes y que, por esa misma razón, por su vinculación con la violencia, las armas no pueden nunca ser tratadas como simples bienes comerciales. O dicho con las palabras del Pontificio Consejo “Justicia y Paz”: que las ventas de armas no pueden “regularse únicamente por las leyes del mercado”, sino que han de estar “estrictamente sometidas a un control político”. “Ninguna transferencia de armas –se precisa– es moralmente indiferente. […] Cada transferencia debe ser sometida a riguroso enjuiciamiento, realizado siguiendo criterios morales bien precisos”.
Ahora bien, ¿qué criterios son esos? Lo primero que hay que tener en cuenta es el destinatario de las armas. “La venta arbitraria de armamento, sobre todo a países pobres, sigue siendo uno de los atentados más graves que se cometen actualmente contra la paz”, dice la Iglesia, que rechaza también, por carecer “de todo fundamento moral”, el argumento que suelen usar para justificarse aquellos que hacen transacciones de dudosa legalidad: si no lo hago yo, lo hará otro. Tampoco debe venderse armas “a regímenes autoritarios”. “Negarse a proporcionárselas –dice la Santa Sede– puede ser un modo de manifestar desaprobación para con todo régimen que no respete las normas internacionales reconocidas en materia de derechos humanos”.
Eso, y a grandes rasgos, por lo que atañe al vendedor. Pero el comprador tampoco está exento de responsabilidad. ¿Cuándo es moralmente admisible que un Estado se arme? Cuando pueda justificar su adquisición “en virtud del principio de suficiencia”, es decir, cuando sea para su legítima defensa. De otro modo, iniciará una carrera de armamentos y desestabilizará su región. Antes que a armarse para defender a sus pueblos, la Iglesia insta a los Estados a llegar a acuerdos en materia de economía y de seguridad con otros Estados, o a cualquier otra clase de “audaces iniciativas”. “Los esfuerzos de todos los Estados –insiste– deberían tender a la disminución de la producción de armas y no a su aumento”.
Se da por supuesto en lo dicho hasta ahora que las transacciones se realizan de Estado a Estado. Pero la realidad dista mucho de ser tan simple. Junto a los Estados que pueden ejercer un cierto control sobre sus ventas, hay otros que relajan la supervisión y otros que directamente hacen la vista gorda. Y junto a los Estados que se proveen al amparo de la ley, los hay que lo hacen de forma fraudulenta, y movimientos de liberación, y grupos terroristas, y señores de la guerra… Unas veces las armas las facilitan Estados que las han adquirido “legalmente”, y otras comerciantes sin escrúpulos que no miran más allá de su propio beneficio. Para complicar aún más la cosa, hay tecnologías de doble uso –civil y militar–, por lo que su control aún resulta más complejo.
El tema es muy peliagudo, pero los principios morales están claros. Para la Iglesia, solo el derecho de legítima defensa puede justificar la posesión o la transferencia de armas. Y debe existir un tratado internacional que regule el comercio de armas convencionales, como ya lo hay para las armas biológicas, químicas y nucleares. El objetivo es claro: “que toda guerra llegue a ser inaceptable”. Y que los cañones no sirvan más que para hacer chistes. Como aquel del genial Gila en el que, en una de sus habituales llamadas “al enemigo”, le decía que el cañón que habían mandado no tenía agujero, y que para disparar, al mismo tiempo que uno apretaba el gatillo, otro corría con la bala.
Extraído de «Misioneros» (OMP)
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