La vida comunitaria y sus demonios

La comunidad religiosa, «como expresión de Iglesia, es fruto del Espíritu y participación en la comunión trinitaria. (…) Se trata de retomar con fe la reflexión sobre el sentido teologal de la vida fraterna en común, convencerse de que a través de ella pasa el testimonio de la consagración». Pertenecen estas palabras al documento La vida fraterna en comunidad.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.La vida comunitaria es hoy, en la vida consagrada, un lugar «donde crecen los demonios». Evidentemente, ni es el único lugar donde crecen los demonios ni siempre sucede así. Sin embargo, en muchos ambientes y situaciones se respira una cierta desazón con el elemento comunitario. Baste el testimonio de dos buenos conocedores de la vida consagrada contemporánea para ilustrarlo.

Desde su propia experiencia, de contacto cercano con muchas personas y comunidades de la vida consagrada, Toni Catalá (Seguir a Jesús en pobreza, castidad y obediencia desde los excluidos -Frontera — Hegian 18, Vitoria, Instituto Teológico de Vida Religiosa, 1997), atisba que hay algo desordenado en nuestra modo de vivir la comunidad y en el modo como estamos enfocando la dimensión comunitaria de nuestra consagración. Según su fino olfato, algo andaría mal en muchos ambientes, como si sobre el aspecto comunitario se hubieran concentrado una serie de exigencias y proyecciones desmesuradas, con raíces no propiamente evangélicas o no purificadas o ajenas a lo propiamente específico de la vida consagrada, de tal manera que la vida comunitaria constituye hoy uno de los mayores capítulos de malestar, de sufrimiento y de desorientación en la vida consagrada. Este elemento tiene una especial incidencia en los jóvenes, más sensibles a toda esta problemática.

Si a la percepción de Toni Catalá se le podría achacar una cierta parcialidad, –es su punto de vista, en el que influyen su manera de ser, sus personales opiniones teológicas y, sobre todo y a pesar su número, el elenco necesariamente restringido y posiblemente afín a sus planteamientos de personas y comunidades con las que él contacta–, no se puede decir lo mismo de Amadeo Cencini. No porque Cencini posea mejor olfato o esté mejor relacionado que Catalá, sino porque fundamenta su postura en el estudio de la documentación que ha llegado en la década de los ochenta a la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica en Roma. Así, pues, el dato que sigue está recogido con información proveniente de todas las partes del mundo y, cuando menos, de la gran mayoría de las congregaciones religiosas existentes.
Dice textualmente Cencini: «Un dato significativo y realmente preocupante es el que nos dan las estadísticas sobre los abandonos de religiosas (de vida activa y contemplativa), de religiosos (sacerdotes o no) y de miembros de institutos laicales. Analizando los datos sobre la década de los ochenta se observa –no sin cierta sorpresa y en todos los grupos– que el motivo más frecuente, a la hora de pedir dispensa de votos, la secularización (para los religiosos sacerdotes) o el abandono es con mucho el cansancio de la vida comunitaria, mucho más que los problemas de celibato, que las crisis de fe, que las relaciones problemáticas con las estructuras y que la falta de vocaciones u otras» (A. CENCINI, La vida fraterna: comunión de santos y de pecadores, Salamanca, Sígueme, 21999, 16).

El dato apenas si merece comentario. Simplemente subrayo que se refiere a todos los grupos con los que la Congregación está en contacto, sin excepción, y que en ellos las dificultades comunitarias suponen el motivo aducido más frecuentemente para las salidas. No cabe duda, pues, del carácter generalizado y universal del malestar con la vida comunitaria en la vida consagrada postconciliar. (Como corroboración poco significativa estadísticamente, pero importante a nivel personal, yo mismo comprobé recientemente en unos «ejercicios espirituales» a junioras de diversas congregaciones que las dificultades comunitarias suficientemente serias acaparaban la atención de cerca de la mitad del grupo).

Uno de los campos donde este malestar y su repercusión se detecta con especial énfasis es en los primeros destinos al fin de la formación. No es raro que la salida de las casas de formación, donde el elemento comunitario se suele cuidar, vaya acompañado de un shock comunitario y de una aguda experiencia de soledad. Se ha de considerar y meditar mucho a qué tipo de comunidades se envía a los jóvenes al terminar la formación para evitar obligarles a cargar con situaciones que les superen en exceso y ante las cuales se encuentren sin recursos y sin apoyos. No pocas defecciones tienen aquí una de sus raíces, no la única.

Si quizá en otros momentos el voto pobreza puede haber sido el caballo de batalla por antonomasia dentro de la vida consagrada, parece que hoy en día, sin haber eliminado radicalmente todos los problemas con la pobreza, la vida comunitaria estaría siendo hoy una fuente mayor de desasosiego, de frustración y de sufrimiento. ¿A qué se puede deber esta situación? Ensayaré una respuesta somera e incompleta, que se enriquecerá y ampliará a lo largo del resto de la exposición.

¿POR QUÉ ACUDEN LOS DEMONIOS AL ÁMBITO DE LA VIDA COMUNITARIA?

Según la tradición eclesial, extraída de una larga y probada experiencia, los demonios buscan atacar por el flanco más vulnerable y más débil, como buenos estrategas que son (véase, a modo de ejemplo, GREGORIO DE NISA, Enseñanza sobre la vida cristiana, 76-79 – recogido en ID., Sobre la vocación cristiana, Madrid, Ciudad Nueva, 1992; SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales, esp. 327.. ). Esta observación no ha añadido nada sustancialmente a lo que ya sabíamos. Nos sirve, eso sí, como confirmación de lo indicado. El malestar actualmente tan extendido sobre el elemento comunitario pone de manifiesto que nos encontramos en un ámbito en el que somos vulnerables, nos encontramos débiles y más fáciles para dejarnos engatusar.
Según dice la tradición, los demonios siempre buscan atacar por el flanco más vulnerable y débil como buenos estrategas que son por las tentaciones, las medias verdades y las razones aparentes. Este aviso nos indica, a su vez, la conveniencia de ponernos en guardia, de ser cautos, transparentes, sinceros, honrados, de examinar con detenimiento y con sospecha nuestras inclinaciones, tomas de postura y exigencias.

La vida comunitaria constituye, sin duda, uno de los ámbitos privilegiados para detectar los enormes cambios que ha supuesto el concilio Vaticano II para la vida consagrada. El modelo general de vida comunitaria ha cambiado de una manera clara y bastante radical. En líneas generales, y a pesar de la generalización que implica, se ha pasado de un modelo en el que las reglas, las normas y los horarios constituían una pieza clave para sostener el alma de la vida común (Este espíritu de observancia se percibe en el siguiente canon del Código anterior: «Todos y cada uno de los religiosos, lo mismo superiores que súbditos, deben no sólo cumplir íntegra y fielmente los votos que han hecho, sino también ordenar su vida en conformidad con las reglas y constituciones de la propia religión, y de esta manera tender a la perfección de su estado» CIC 593), a un estilo más espontáneo y menos regulado. Como dato que lo avala, se ha pasado de la antigua «vida común», de la que todavía hablan Perfectae caritatis («La vida común a ejemplo de la Iglesia primitiva…» PC 15. Este documento insiste con fuerza en el elemento fraternal: «Los religiosos hónrense a porfía unos a otros con trato fraternal, cf. Rom 12,10, ayudándose mutuamente a llevar sus cargas, cf. Gal 6,2. La comunidad, como una verdadera familia…» PC 15) y el antiguo Código de Derecho Canónico («En todas las religiones se ha de observar diligentemente por todos la vida común, aun en aquellas cosas que pertenecen a la comida, vestido y ajuar» c. 594,1), a la «vida fraterna» en el nuevo Código de Derecho Canónico (Aspecto recogido por VFC 3). En una de sus definiciones de la vida religiosa este último dice: «Un instituto religioso es una sociedad en la que los miembros, según el derecho propio, emiten votos públicos perpetuos o temporales que han de renovarse, sin embargo, al vencer el plazo, y viven vida fraterna en común» (c. 607,2). El canon 602, por su parte, subraya el aspecto fraterno de la vida en común.

Las palabras arrastran concepciones de fondo y no son inocuas. Detrás de esta pequeña variación está la hecatombe de los antiguos costumbreros, de estilo monacal en las congregaciones apostólicas, y la desaparición en muchas congregaciones de las antiguas reglas o normas, –evidentemente preñadas de una teología, de una espiritualidad y de un alma–, que ordenaban y definían la vida comunitaria. Ahora la vida fraterna en comunidad no se orienta primariamente hacia el cumplimiento de una serie de normas, sino por otros derroteros (1° VFC 5d lo recoge así: «Una nueva concepción de la persona ha surgido en el inmediato post-concilio, con una fuerte recuperación del valor de cada individuo particular y de sus iniciativas. Inmediatamente después se ha acentuado un agudo sentido de la comunidad entendida como vida fraterna, que se construye más sobre la calidad de las relaciones interpersonales que sobre aspectos formales de la observancia regular» -Cursivas en el original-). El peligro hoy en día puede ser el opuesto: abandonar a la espontaneidad carismática, y sólo a la espontaneidad carismática, el crecimiento y todo el cultivo de la vida fraterna.

En todo caso, hoy se aspira a una vida fraterna idealmente marcada por el intercambio espiritual; que exige un clima de acogida, de respeto, de aceptación, de libertad y de amistad espiritual, que no se da de antemano, y que no siempre es fácil de alcanzar. Se quieren comunidades en las que los unos nos sostengamos a los otros fraternalmente, con el apoyo mutuo el interés, la oración, la comprensión y la amistad. Se pretende alcanzar un ritmo comunitario en el que sea posible compartir la misión y el discernimiento apostólico, con todo lo que implica de capacidad de transparencia, de apertura, de honestidad, de libertad interior, de desapego, de confianza en los demás, de intercambio espiritual rico y profundo, el exponer la propia vulnerabilidad, de búsqueda conjunta y abierta de la voluntad de Dios, de implicación personal y el riesgo. No creo que las anteriores exigencias de la vida común, que yo no he conocido, fueran fáciles de cumplir o que no reflejaran un auténtico ideal de vida consagrada. A pesar de ello, el retrato tan somero que acabo de presentar de la vida fraterna en comunidad alude por sí mismo a las dificultades y las altísimas exigencias con las que se encuentra nuestro actual modelo comunitario. Pues es mucho lo que se pide, a cada persona y a la comunidad en su conjunto, y el camino para alcanzarlo ni es fácil ni resulta automatizable ( «Ciertamente la «vida fraterna» no se realiza automáticamente con la observancia de las norma que regulan la vida en común tiene la finalidad de favorecer intensamente la vida fraterna» – VFC 3) ni sabemos, con frecuencia cómo ponernos efectivamente en camino ni siempre estamos dispuestos a asumir la parte ascética (VFC no tiene remilgos en subrayar esta dimensión. Le dedica toda la segunda parte) y de riesgo que comporta.

LAS POSIBLES RAZONES DE UNA DESAZÓN

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.A partir de lo dicho se pueden empezar a comprender algo las razones de una desazón tan extendida. Por una parte, después del concilio a la vida fraterna en común se le pide y se le exige mucho. Las expectativas que volcamos sobre la misma son muy altas. De otro lado, no hemos articulado, por lo general, un camino suficientemente claro, accesible y compartido para lograr fines tan altos: el intercambio espiritual profundo, el discernimiento, el sostenimiento recíproco, la acogida real y gratuita al hermano, etc. En definitiva, de un lado nos topamos con que la comunión al interior de las congregaciones y las comunidades habría de ser uno de los signos más preclaros y gozosos de nuestra propia identidad, de los que más anhelamos y que más nos satisfacen cuando, por la gracia de Dios, se otea y experimenta. Pero, del otro lado, está a la orden del día la constatación de que esta comunión está siempre amenazada, resulta difícil de alcanzar, es muy vulnerable y, sobre todo, ni está del todo en nuestras manos lograrla ni nos aclaramos del todo con el camino que nos conduciría hacia la meta.

Hoy en día hemos tomado conciencia con bastante claridad de que el elemento comunitario y fraterno pertenece a la esencia de la vida consagrada y al modo de cumplir la misión. Dicho en otros términos, la vida comunitaria es un factor de credibilidad de nuestro mensaje sobre el Dios amor (cf. VFC 2d). De ahí que pase a formar parte de nuestro testimonio, de lo que decimos y significamos con nuestra propia existencia, con mucha más fuerza que nuestras palabras o, incluso, nuestras acciones. Entonces resulta claro que el sujeto apostólico primero y por antonomasia es la misma comunidad religiosa, mucho más que los individuos aislados. Por lo tanto, como Juan Pablo II nos recuerda, la fecundidad de la misión pasa directamente por la comunidad, por la calidad de las relaciones fraternas: «Toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común. Más aún, toda la renovación actual de la Iglesia y de la misma vida religiosa se caracteriza por una búsqueda de comunión y de comunidad (JUAN PABLO II, A la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida apostólica, 20 de noviembre de 1992 (Cf. L’Osservatore romano, 20-XI-1992,n. 3. Citado en VFC 71).

En el campo de las vocaciones a la vida religiosa se percibe con mucha claridad la importancia de este factor. Uno de los elementos que intervienen de modo decisivo en la capacidad de atraer y suscitar vocaciones a un instituto, de dar envidia a los posibles candidatos potenciales o de suscitar la pregunta vocacional desde la felicidad que se percibe en los religiosos activos y realmente existentes es la calidad de la vida y el testimonio comunitario.

Como las personas humanas y los grupos somos seres complejos, la toma de conciencia de la centralidad de la vida fraterna ha ido acompañada de otros elementos, que no la han favorecido. En particular, después del Concilio hemos caído con relativa facilidad en muchos ambientes en el activismo (Trato el tema con más detenimiento en: Los peligros de la sobrecarga de trabajo para el futuro de la Vida Religiosa: Sal Terrae 86,1 – enero 1998- 57-66; Contra el prometeísmo apostólico: Sal Terrae 87,6 – junio 1999. 505-513). Si en el modelo preconciliar de vida consagrada las normas y las reglas imponían un cierto ritmo, de oración, de lectura, de recreación, de retiros, este muro de contención del frenesí loco y que marcaba elementos diferenciales de la vida consagrada calló al cambiar el modelo de vida comunitaria. Hoy resulta más difícil defenderse de los ritmos frenéticos y estresantes típicos de la sociedad capitalista y de consumo, propiciados por las inmensas demandas y los miles de urgencias que recibe un corazón generoso y compasivo, en medio de una mayor escasez de fuerzas humanas en nuestras congregaciones (cf. VFC 5a y b). Como cualquiera sabe por propia experiencia el activismo, la sobrecarga excesiva de trabajo, la primacía del trabajo individual sobre la vida fraterna en común, suponen un gran obstáculo que llega a impedir lograr esas cotas de comunión y de bienestar comunitario que no obstante, anhelamos.

Junto con el activismo, la vida consagrada del postconcilio ha de enfrentarse dosis mayores de individualismo («La afirmación unilateral y exasperada 1a libertad ha contribuido a difundir en Occidente la cultura del individualismo, con el debilitamiento del ideal de la vida común y del compromiso los proyectos comunitarios» VFC 4b. Vér JUAN PABLO II, Vita consecrata 43), una cuestión de mucho calado, que ahora podemos afrontar en toda su complejidad ni en todas sus ramificaciones. Ciertamente el individualismo, en cuanto que refleja una valoración positiva de la persona humana, de sus dones, de sus cualidades, contiene elementos positivos. Ahora bien, si cada uno se pone en centro y se afirma a sí mismo, no hay modo de construir algo conjunto, común, comunitario. Y aquí nos encontrara con un arte muy difícil de conjugar: respeto a las diferencias, la paciencia con los procesos personales y el hecho inapelable de la llamada común, según un carisma compartido, con una misión global única, en un estilo y modo común de seguimiento, que incluye entre sus componentes la vida fraterna y su cultivo. Evidentemente, no es lo mismo un conglomerado de magníficos apóstoles, que una comunidad apostólica (S. Decloux). El sujeto de la misión y el agente misionero es la comunidad, mucho más que el individuo aislado.

Nuestra situación actual se caracteriza, entonces, por la convicción de la importancia de la vida fraterna en común. Esta misma convicción genera grandes demandas sobre la vida comunitaria, que, cuando no se alcanzan o, peor, nos situamos en su antípodas, propician decepciones fuertes, frustraciones, mucho sufrimiento y malestar. Además, algunos elementos juegan fuertemente en contra de la construcción de la fraternidad: nuestro activismo, nuestro individualismo (Son dos elementos que también resalta P.G. CABRA en la introducción a la edición citada de VFC. Véase la p. 12 de la edición citada en nota 1) y la carencia de un íter y unas formas comunitarias compartidas capaces de conducirnos al objetivo al que hemos sido llamados.

Vista esta situación, conviene precisar el marco teológico en el que se asienta el nuevo modelo comunitario. Dada la enorme diversidad que comporta la vida consagrada no parece oportuno bajar a detalles demasiado concretos. Los diferentes carismas implican énfasis diversos y formas muy distintas de vida comunitaria, según el peso que se le dé y el modo en que se organice, por ejemplo, la oración, el ejercicio de la autoridad; según el tipo de misión habitual de la congregación (enseñanza, sanidad, trabajo parroquial, casa de oración, etc.), la uniformidad o diversidad en los trabajos concretos, etc. También la edad de los componentes de la comunidad, el número de sus miembros y el tipo de vivienda influyen mucho sobre el modo de concretar y practicar la vida fraterna en comunidad.