Una visita -a un familiar, a un amigo, a un conocido- entra en cualquier programa. Es un pequeño acontecimiento, obligado y repetido, en la vida de cualquier persona. Más aún, pertenece a la trama misma de la vida humana, que es fundamentalmente relación. Una visita forma parte integrante del diario vivir. Es expresión elemental y primaria de convivencia social.
Pero la visita -que se ha dado en llamar visitación– de María a su prima Isabel, no es una simple anécdota o un episodio privado de su vida, sin otro contenido y sin otra especial significación. De haber sido así, no la hubiera narrado el Evangelio. Porque el Evangelio no es un libro de anécdotas, sino un libro de doctrina y de mensaje universal de salvación. La visita de María se encuadra en la historia de las visitas de Yahwé, que son siempre acontecimientos salvíficos. Dios sólo visita para salvar. Y lo hace por medio de hechos, de signos y, sobre todo, de personas. Interviene salvadoramente a través de los mismos sucesos -alegres o dolorosos- de la vida.
Todas las numerosas visitas salvadoras de Dios a su Pueblo culminan en la grande y definitiva Visita que se llama Jesús, que es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros para siempre. Jesús mismo sabe que su Persona y toda su vida es la más grandiosa y eficaz visita de salvación de Dios a la humanidad entera. Y llora sobre Jerusalén porque no ha conocido el tiempo de su visitación, al no reconocerle como Salvador y como Salvación (cf Lc 19, 44).
La visita -la visitación– de María a su prima es literalmente un misterio, tomando esta palabra en su sentido más fuerte y riguroso. Es un acontecimiento de gracia, una intervención salvífica de Dios. Forma parte de su designio de amor y de sus planes salvadores. Jesús, recién encarnado en el seno virginal de María visita salvadoramente, por medio de su Madre, a Isabel y a Juan, el hijo que Isabel lleva en sus entrañas.
María, después del anuncio del ángel, se dirige presurosa desde Nazaret a Ain-Karim. Sorprende y cautiva que una muchacha como ella, de catorce o quince años, tome tan resueltamente esta decisión y recorra -sin duda, en alguna caravana- los 150 kilómetros que separan estas dos pequeñas aldeas. Resulta fácil y enternecedor, al mismo tiempo, acompañar a María en este largo camino. Acompañarla por fuera y, sobre todo, por dentro. En su silencio contemplativo, en su actitud de adoración perpetua, en su estremecimiento interior, sin poder ya salir de su asombro; pero, a la vez, con un incontenible deseo de servir a su anciana prima en los quehaceres de su ya próxima maternidad. La contemplación más extática y profunda no la distrae del espíritu de servicio, y el servicio más atento y delicado no la apartan ni un instante de su estado de contemplación amorosa.
En María, el nuevo testamento visita al antiguo; la joven, a la anciana; la virgen, a la estéril; el salvador, al precursor; el maestro, al discípulo; la luz, al testigo de la luz. En María y desde María, Jesús lleva y comunica los dones y tesoros del reino: El don del Espíritu, que santifica a Juan y que llena a Isabel, el don de la alegría mesiánica. Y María lleva y comunica a Jesús, que es el salvador y la salvación, fuente y raíz de todos los demás dones salvíficos.
María es, desde ese momento, y ya para siempre, causa de nuestra alegría. Lo que entonces hizo, lo sigue haciendo ininterrumpidamente. Y, en sus visitas, comunica los mismos dones que comunicó cuando visitó a Isabel.
Más aún, María es una permanente visita de Dios, y una gran presencia maternal, que acompaña siempre a todos sus hijos, especialmente a sus hijos predilectos, que son los más pobres y desamparados. Y quiere seguir visitándoles maternalmente, para llevarles el don de Jesús y -con él- el don del Espíritu y el don de la gracia santificadora, sobre todo, a través de personas que sepan traducir y expresar, en lenguaje inteligible y eficaz y, por eso, convincente, el misterio su amor maternal.
Es, sin duda, una espléndida vocación-misión, en la Iglesia y en el mundo, ser para los hombres -especialmente, para los más necesitados- una visita maternal de María-Virgen, llevándoles, con ella y como ella, los mismos dones sagrados que ella llevó en su visita a Isabel.
¡Dejémonos visitar maternalmente por María y dejemos que ella siga visitando, por medio de nosotros, a todos sus hijos, hasta convertirnos en ‘sacramentos’ de su presencia y de su acción maternal! ¡Que quien se encuentre con nosotros, tenga la experiencia viva de haberse encontrado personalmente con María!
Juan Pablo II, en la exhortación apostólica postsinodal, Vita Consecrata, hace una explícita y sabrosa referencia -en tono de oración- a este misterio de María, hablando de las personas consagradas: "Las encomendamos a ti, Virgen de la Visitación, para que sepan acudir a las necesidades humanas con el fin de socorrerlas; pero, sobre todo, para que lleven a Jesús. Enséñales a proclamar las maravillas que el Señor hace en el mundo, para que todos los pueblos ensalcen su nombre. Sostenlas en sus obras en favor de los pobres, de los hambrientos, de los que no tienen esperanza, de los últimos y de todos aquellos que buscan a tu Hijo con sincero corazón" (VC 112).
San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), que es uno de los hombres que más profundamente ha penetrado en el misterio -en el "secreto", como él decía- de María, nos asegura que ella realiza todos los días lo que hizo en el momento de la visitación. Sus palabras literales son una maravillosa condensación de su pensamiento: "Siempre que piensas en María, ella piensa por ti en Dios. Siempre que alabas y honras a maría, ella alaba y honra a Dios contigo. María es toda relativa a Dios1. Y yo me atrevo a llamarla ‘la relación de Dios’, pues sólo existe con relación a él; o ‘el eco de Dios’, ya que no dice ni repite sino Dios. Si tú dices María, ella dice Dios. Cuando Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, ella -el eco fiel de Dios- exclamó: ‘Proclama mi alma la grandeza del Señor’ (Lc 1, 46). Lo que en esta ocasión hizo María, lo sigue realizando todos los días; cuando la alabamos, amamos, honramos o nos consagramos a ella, alabamos, amamos, honramos y nos consagramos a Dios por María y en María"2.
La mejor manera de pronunciar el nombre de Cristo es pronunciar el nombre de María, porque es Ella quien lo pronuncia con sus propios labios, cuando nosotros la llamamos María. Y, en consecuencia, la mejor manera de amar a Cristo, es amar a María. Porque Ella Le ama con su propio amor -en nombre suyo y en el nuestro- cuando nosotros la amamos a Ella.
El Concilio recordó expresamente y afirmó sin vacilación que María "lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta" (LG 60).
Son también interesantes y oportunas, a este respecto, las palabras de San Ambrosio, hablando precisamente de la visitación de María y del Magnificat que Ella pronunció en aquella ocasión: "Viva en cada uno el espíritu de María, para ensalzar al Señor; reine en cada uno el alma de María, para glorificar a Dios"3.
- Pablo VI dijo, al proclamar a María como Madre de la Iglesia (21-11-1964): "María, la humilde esclava del Señor, es totalmente relativa a Dios y a Cristo" (Ib., n. 33).
- San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, Cap. IV: "Efectos maravillosos de la consagración total", ed. BAC, nº451,Madrid, 1984, nº 225, p.373. El mismo pensamiento, y casi con las mismas palabras, expresa en su librito El secreto de María, Primera Parte, nº 21:"Que nadie se imagine, como ciertos falsos iluminados, que María -por el hecho de ser creatura- constituya un obstáculo para la unión con el Creador. Ya no vive María; Cristo, o mejor, Dios sólo, vive en ella. Su transformación en Dios supera a la de San Pablo y a la de los demás santos más de cuanto se eleva el cielo sobre la tierra. María está totalmente orientada hacia Dios. Lejos de retenernos para sí, nos encamina hacia Dios y nos une con él tanto más íntimamente cuanto más nos acercamos a Ella. María es el eco admirable de Dios. Que cuando alguien grita María, responde Dios, y que, cuando -con Santa Isabel- la proclamamos dichosa, responde glorificando a Dios" (Ib., pp.249-250.
- San Ambrosio, Expos. in Lc., 2, 26: PL 15, 1642. Estas palabras las citó literalmente Pablo VI, en el Discurso en que proclamó a María Madre de la Iglesia (21-11-1964, nº 32).