Un día, en la Academia Francesa, se discutía acaloradamente sobre un tema importante. Los ánimos, encendidos por la apasionada discusión, se iban definiendo, cada vez con mayor decisión, en dos ‘bandos’ claramente opuestos, con posturas que parecían del todo irreconciliables. Entonces, intervino un padre dominico, miembro de la citada Academia, queriendo aportar un poco de luz a aquella acalorada polémica. Había comprendido que, en el fondo de la misma, latía una no pequeña confusión de palabras y, sobre todo, de conceptos. Y dijo, en tono sereno, pero firme: "¡Señores Académicos, creo que, para reorientar la discusión, es necesario distinguir, precisando, con rigor y claridad, el significado de algunos vocablos y la exactitud de algunos conceptos. De otro modo, es imposible entendernos!". No pocos esbozaron una leve sonrisa irónica, mientras que otros no contuvieron una abierta risa burlona, que estalló finalmente en ‘carcajada’ general, cuando uno de los asistentes se dirigió al padre dominico, señalándole con el dedo y llamándole, un poco despectivamente: "¡Escolástico!". El padre dominico, sin inmutarse, aguardó a que se calmasen las risas y las sonrisas, las carcajadas y los aspavientos. Y replicó con la misma serenidad y firmeza: "Insisto, Señores Académicos: es preciso distinguir, porque ¡quien no distingue, confunde!". Las risas y sonrisas se congelaron, de pronto. Y se hizo un grave silencio. Y prosiguió aclarando conceptos y precisando la significación de algunas palabras.
Sí, hay que distinguir, porque el que no distingue, confunde.
Existe un afán de distinguir y, sobre todo, de ‘distinguirse’, que es un verdadero complejo de adolescencia, porque es una forma clara de singularizarse y, en definitiva, de llamar la atención. Pero hay otro deseo, perfectamente legítimo, de distinguir y de ‘distinguirse’, que obedece al legítimo deseo de no confundir, de no confundirse y de que a uno no le confundan.
José Ortega y Gasset consideraba, en 1939, como "una de las desdichas mayores del tiempo", la aguda incongruencia entre la importancia de ciertas cuestiones como la autoridad, la justicia social o la libertad , y "la tosquedad y confusión de los conceptos sobre las mismas que esos vocablos expresan"1. Y advertía que, cuando falta la claridad mínima, "la operación de hablar resulta nociva"2. Y hasta llegaba a afirmar que un pueblo sólo puede "atravesar indemne esos tiempos atroces", si cuenta con un número suficiente de personas realmente convencidas de que todas esas ideas son "grotescamente confusas y superlativamente vagas"3 . Este sería ya un paso decisivo hacia la regeneración del lenguaje y de la vida.
Las cosas no han mejorado, desde aquellos tiempos, sino que se han agravado notablemente, sobre todo durante las tres últimas décadas. Porque, a lo largo de ellas, hemos venido sufriendo un pertinaz deterioro, una sistemática manipulación y hasta un verdadero secuestro del lenguaje. Las palabras han dejado ya de ser, muchas veces, instrumentos de comunión y de comunicación entre los hombres, y se han convertido, con frecuencia, en medios especialmente aptos para el engaño y hasta para el chantaje. "La corrupción de la política, aseguraba George Orwell, empieza por la corrupción del lenguaje"4. Lo mismo cabría decir, tal vez, de otras dimensiones o facetas de la vida humana; e incluso de la vida cristiana y de la misma vida religiosa. Más aún, las palabras han llegado a ser "los déspotas más duros que la humanidad padece", como pronosticaba ya el mismo Ortega5.
Podría elaborarse todo un catálogo de palabras usuales en uso y en abuso en el vocabulario habitual y de frases hechas, que están de moda y que, por eso, pueden dar a quien las emplea y a quien las oye la lisonjera impresión de ‘estar al día’, ahorrándoles, al mismo tiempo, todo esfuerzo intelectual.
Pues bien, en virtud, precisamente, del amor de caridad, que es dimensión intrínseca e irrenunciable de todo verdadero carisma, el verdadero ‘carismático’, porque de verdad ama -con amor auténtico, que es siempre lúcido e inteligente- evita siempre las posibles y, por desgracia, frecuentes y lamentables confusiones. Porque sabe distinguir y no confunde nunca, por ejemplo, la paz con la simple tranquilidad; ni el amor, con la condescendencia; ni la justicia, con el orden establecido; ni la fidelidad, con la costumbre; ni la unidad, con la uniformidad; ni la obediencia, con la ciega sumisión; ni la relativa autonomía, con la total independencia; ni la comunión, con la ‘absorción’ o con la dependencia servil; ni la humildad, con el encogimiento; ni la seriedad, con la tristeza; ni la sinceridad, con la espontaneidad; ni la actualidad, con la moda; ni lo nuevo, con lo novedoso; ni la tradición, con las tradiciones; ni los criterios, con las normas; ni la contemplación, con la clausura; ni el estar unidos, con el estar juntos; ni el celo apostólico, con el frenesí de la acción; ni la oración, con los rezos; ni la prudencia, con la cobardía; ni la autoridad, con el autoritarismo o con la permisividad; ni la libertad, con la anarquía o con el libertinaje; ni el espíritu de fe, con el providencialismo barato; ni la Palabra de Dios, con la palabra humana. La lista de lamentables confusiones -que suele ‘desenmascarar’ el verdadero carismático- es ya larga, pero podría alargarse aún más. Porque, desgraciadamente, se confunden todavía, muchas veces: la verdad, con la mera hipótesis; la realidad, con los sueños; la fortaleza, con la agresividad; la esperanza, con la espera; la resignación, con la apatía; la paciencia, con el aguante; la ironía, con la burla o con el sarcasmo; la calma, con la indolencia; el pensamiento, con la opinión o con la ocurrencia; la mansedumbre, con la falta de coraje; el equilibrio, con la indiferencia; la música, con el ruido; lo sencillo, con lo fácil; lo bueno, con lo agradable; etc., etc.
- J. Ortega y Gasset, Ensimismamiento y alteración, en "Obras Completas", Madrid, 1964, t. V, 6ª ed., p. 296.
- Id., ibíd.
- Id., ibíd.
- Citado por A. López Quintás, La manipulación del hombre en la defensa del divorcio, Madrid, 1981, 2ª ed., p. 8.
- Citado por A. López Quintás, ibíd., p. 57.