Las circunstancias y la necesidad nos «consagran»

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Podemos perder nuestra libertad por diferentes razones y, a veces, por las mejores razones.

Imagínate esta posibilidad: Vas de camino a un restaurante para cenar con un amigo –plan perfectamente legítimo– pero en el camino eres testigo de un accidente de tráfico. Algunos de los viajeros están seriamente heridos y tú eres la primera en llegar al lugar. En ese preciso momento tu propio plan, cenar con un amigo, queda en suspenso. Tú has perdido tu libertad y estás, por las circunstancias y por la necesidad, obligada a permanecer allá para ayudar. Telefoneas pidiendo una ambulancia, llamas a la policía, y esperas junto a los heridos hasta que llega ayuda.

Durante todo ese tiempo tu libertad queda suspendida. Eres aún radicalmente libre, desde luego. Podrías abandonar a los heridos –que se las arreglen solos– y dirigirte a encontrarte con tu amigo; pero, haciendo eso, estarías abdicando de parte de tu humanidad. Las circunstancias y la necesidad te han quitado tu libertad existencial y moral. Te han “consagrado” y te han puesto aparte, sin duda como un obispo con su bendición destina un edificio para ser una iglesia. El edificio no solicitó convertirse en iglesia, pero ahora está “consagrado” y no está ya libre para otro uso. Lo mismo ocurre con nosotros; las circunstancias y la necesidad pueden “consagrarnos” y arrebatarnos nuestra libertad.

Según la mentalidad ordinaria, consagración” es una palabra que connota cosas que tienen que ver con la iglesia y la religión. Consideramos ciertas cosas como consagradas, apartadas del mundo profano, y destinadas para el servicio santo y sagrado; por ejemplo: edificios (templos), personas (sacerdotes, diáconos, monjes, religiosos, monjas), mesas (altares), copas (cálices), ropa (vestimenta cultual y hábitos religiosos). Hay una cierta razón para ello, pero el peligro radica en que tenemos tendencia a percibir la consagración como una separación cultual y metafísica, en vez de verla como un destino para el servicio. El dejar a un lado tu libertad para pararte con el fin de ayudar en un accidente de tráfico no altera tu humanidad; simplemente suspende tu actividad ordinaria. Esa circunstancia especial te llama al servicio, porque casualmente sucede que tú estás allí, no porque seas ni más especial ni más santo que nadie.

Así ocurrió con Moisés: Cuando Dios le llama para que vaya al Faraón a pedirle que libere a los israelitas, Moisés objeta: – ¿Por qué no mi hermano? Tiene mejores cualidades de liderazgo. ¡No quiero hacer eso! ¿Por qué yo, precisamente? Y Dios responde a esas objeciones con estas palabras: – ¡Porque has visto su sufrimiento! Así de simple: Dios le dice a Moisés que no puede desentenderse de su pueblo, ya que ha visto su esclavitud y sufrimiento. Precisamente por eso, él es el “consagrado”, que de ningún modo está libre para desentenderse. Las circunstancias y la necesidad le han “consagrado”.

Nuestra mismísima noción de iglesia recurre a este concepto. La palabra Ecclesia viene de dos palabras griegas: “Ek kaleo”. “Ek” es una preposición que significa “fuera de”; y el verbo “kaleo” que significa “ser llamado”. Ser miembro de la iglesia es “ser llamado fuera de…” Estamos “llamados fuera de” lo que sería nuestra agenda normal si no estuviéramos obligados por nuestro bautismo y por las exigencias innatas del consiguiente discipulado. El bautismo y la pertenencia a la iglesia nos consagran. Ambas realidades nos “llaman fuera de” y nos diferencian y separan, de la misma manera como Moisés se vio privado de su libertad para proseguir su vida ordinaria por el hecho de haber visto el sufrimiento de los israelitas; y de la misma manera cómo, siendo testigo de un accidente de tráfico cuando íbamos a una cita con un amigo, nos obliga a dejar de lado nuestra cena planeada para esa noche.

El famoso teólogo belga Edward Schillebeeckx escribió una vez un libro en el que intentaba explicar por qué Jesús nunca se casó. Examinó varias teorías y posibles motivos y concluyó que, en última instancia, Jesús no se casó nunca porque le “era existencialmente imposible” casarse. En esencia, lo que Schillebeeckx quiere decir es que Jesús jamás se casó porque el abrazo universal de su amor y la magnitud de las heridas y las necesidades del mundo sencillamente nunca le dejaron en libertad para casarse, como ocurre a alguna persona que va de camino a una cita para cenar con un amigo, pero ve cómo ese programa descarrila al ser ella testigo de un accidente de tráfico. Como Moisés, Jesús estaba como obligado por un imperativo moral. No dejó de casarse porque juzgara más santo el ser célibe, o porque necesitaba un cierto tipo de pureza cultual para su ministerio. No se casó nunca porque las necesidades de este mundo simplemente ponía en suspenso su vida ordinaria. Fue célibe no por preferencia emocional o por superioridad espiritual, sino por obligación moral.

Hoy en día la palabra “consagración” ha perdido mucho de su rico significado. Hemos relegado la palabra a la sacristía y la hemos sobrecargado con connotaciones de pureza y culto. Es una pena, porque tanto lo mejor de nuestra humanidad como lo mejor de nuestra fe están intentando siempre consagrarnos. Las necesidades y heridas de nuestro mundo están constantemente pidiéndonos que pongamos en suspenso nuestra libertad radical, para dejar de lado nuestros propios proyectos, en orden a servir a los hermanos.

Y, como Moisés, todos hemos visto suficiente sufrimiento en este mundo, de forma que no habríamos de formularnos ya la cuestión: “¿Por qué yo, precisamente?”