De no haber sido verdad que los discípulos del Señor habían podido tocar las huellas transfiguradas de las llagas de su Pasión, la imaginación no habría podido forjar que habían reconocido al Resucitado por esas señales.
En varios momentos, Jesús debió presentar las credenciales más autentificadotas de que era Él mismo, al mostrar a los suyos las heridas en pies y manos, y el costado abierto.
Pero la experiencia palpable de Jesucristo resucitado no aconteció sólo por poner las manos en los agujeros de los clavos o en la herida del costado; aún afectó más a los discípulos que Jesús pidiera a los suyos la superación de las heridas interiores. El dolor de María Magdalena era por no tener a la vista a su Señor; el de Pedro, la memoria de su negación, el de Tomás, el miedo a que la noticia de la resurrección pudiera ser falsa; por eso no quería dar crédito, para no desengañarse nuevamente aún más.
Permitir que María y las mujeres le abrazaran los pies, caminar junto a los escépticos de Emaús; invitar al incrédulo Tomás a confesar su fe, declarar su amor al discípulo que lo negó por tres veces… fue un tratamiento personal y delicado del Señor para que no se cerrase en falso ninguna herida.
Jesús resucitado lleva a la práctica lo que habían dicho los profetas: “el Señor hiere y venda la herida”. Si para María debió de ser una humillación no reconocer a su Maestro, y para Pedro que le preguntara tres veces si lo amaba, a Tomás le dolió el alma al tener que tocar lo que más le hacía sufrir, las heridas que él mismo había deseado llevar para compartir la suerte de su Señor.
¿En qué herida me espera el Señor para que lo confiese como mi Dios? ¿Cuál es la dolencia que me vuelve a la mente y al corazón, para atajarla en la misma raíz, con la confesión explícita de la bondad divina?
María exclamó: “Rabboní”. Pedro: “Tú sabes que te quiero”. Tomás: “Señor mío y Dios mío”. ¿Cuál es mi declaración ante la delicadeza amorosa de Jesús para conmigo?