En su reciente libro “El invento de las alas”, Sue Monk Kidd nos presenta a una heroína profundamente conflictiva, Sarah, una mujer altamente sensible, que cría a la hija de un amo de esclavos y a un niño privilegiado. Pero la sensibilidad moral de Sarah corta su sensación de privilegio, y ella hace una serie de duras opciones para distanciarse tanto de la esclavitud como del privilegio.
Quizás lo más difícil entre esas duras opciones fue rehusar una oferta de matrimonio de parte de un hombre. Sarah desea vivamente el matrimonio, la maternidad y los hijos; pero, cuando el hombre a quien ha amado durante años le hace por fin la propuesta, hay cosas dentro de sí a las que ella no se comprometerá, y acaba diciendo “no”. ¿En qué consistía su incertidumbre?
Cuando su pretendiente, Israel, finalmente le hace la propuesta, Sarah le pregunta si, en su matrimonio, ella podría proseguir aún su sueño de llegar a ser ministra cuáquera. Israel, hombre de su tiempo -que sólo podía comprender un papel de la mujer como de madre y esposa- es sincero en su respuesta. Para él, eso no era posible. Sarah intuye inmediatamente las implicaciones de esa respuesta: “Fue su manera de decirme que yo no podía tenerle a él y a mí misma al mismo tiempo”. Entonces su pretendiente agrava más la situación sugiriendo que su deseo de llegar a ser ministra es simplemente una compensación, un ‘lo segundo mejor’, por no estar casada. Ella rehúsa su oferta.
Pero una renuncia no deja de ser dolorosa ni siquiera porque se ha hecho por una causa noble. A lo largo de su vida, Sarah siente con frecuencia una aguda pesadumbre por su opción, por haber sobrepuesto sus principios a su corazón. Sin embargo, hace eventualmente la paz con sus penas. Sintiendo más agudamente la amargura de su pérdida el día de la boda de su hermana, comparte con ella: “Suspiré por el casamiento de este penosísimo modo que una tiene de hacer romántica la vida que no escogió. Pero sentadas aquí ahora, supe que si yo hubiera aceptado la propuesta de Israel, también lo habría lamentado. Habría elegido la pena con la que podría vivir lo mejor posible, eso es todo. Habría elegido la vida que me incumbía”.
Siempre habrá pesadumbres en nuestra vida, profundas pesadumbres. Tomás de Aquino escribió: “Toda opción es una renuncia”. Por esta razón, encontramos tan difícil hacer firmes opciones, particularmente cuando éstas pertenecen a algún tipo de compromiso permanente. Queremos las cosas correctas, pero no queremos renunciar a otras. ¡Queremos todo!
Pero no podemos tenerlo todo, ninguno de nosotros, sin importar lo llenos que estemos de talento, energía y oportunidad; y a veces nos cuesta mucho tiempo entender propiamente por qué. Por el momento, en la historia de Kidd, Sarah, -treintañera, soltera, sin empleo, mayormente alejada de su propia familia, frustrada por los obstáculos de la sociedad y sus limitadas opciones como mujer- vive como huésped con una mujer amiga, Lucrecia, ministra cuáquera. Una tarde, sentada con Lucrecia, lamentando los obstáculos de su vida, dice Sarah: “¿Por qué plantaría Dios en nosotros tan profundos anhelos… si éstos no llegan a nada?”. Era más un lamento que una pregunta, pero Lucrecia replica: “Dios nos llena con toda suerte de anhelos que van contra la índole del mundo; pero el hecho de que estos anhelos no lleguen a nada…, bueno, yo dudo de que eso sea obra de Dios. Creo que sabemos bien que eso es obra de los hombres”.
Para Lucrecia, si el mundo fuera sólo hermoso, no tendríamos sueños rotos. En cierto modo, tiene razón; mucho de lo que es erróneo en este planeta es obra nuestra. Pero nuestras frustraciones nos unen finalmente a una raíz más profunda y menos culpable, la insuficiencia de la vida misma. La vida, este lado de la eternidad, no es completa. Nosotros, este lado de la eternidad, no somos completos. Este lado de la eternidad de ningún modo es completo. En palabras de Karl Rahner: “En la angustia de la insuficiencia de cada cosa alcanzable, nosotros aprendemos por fin que, en esta vida, todas las sinfonías tienen que quedar inacabadas”.
Esto tiene muchas implicaciones; no es la menor el simple -aunque no fácilmente digerible- hecho de que nosotros no podemos tenerlo todo ni hacerlo todo. Nuestras vidas tienen verdaderos límites, y necesitamos dejar de mortificar lo que tenemos y lo que hemos llevado a cabo por lo que no tenemos y por lo que no hemos realizado. A pesar del común mito en contra, ¡nadie lo consigue todo! La mayoría de nosotros -sospecho- puede referirse a alguno de estos pesares: “He criado bien a mis hijos, pero ahora nunca iré profesionalmente a ninguna parte. Tengo éxito en el trabajo, pero menos como esposo y padre. Nunca me casé, por razones equivocadas, pero ahora estoy soltero y solo. He sacrificado mi vida ordinaria por un ideal, pero ahora echo en falta fieramente lo que he tenido que abandonar”. O, como Sarah, el personaje de Sue Monk Kidd: “Nunca he comprometido mis principios, pero eso ha traído una brutal soledad a mi vida”.
La cuestión nunca es si vivimos con penas o sin ellas. Todos las tenemos. Aunque, con esperanza, hemos escogido la pena con la que podemos vivir del modo mejor.