El popular poema de Miguel Hernández presenta al que viene con tres heridas: la de la vida, la del amor, la de la muerte. Y ese que viene somos todos. Y cada uno de nosotros. Y esas tres heridas afectan a la persona y a su red de relaciones. Especialmente a la relación cualitativamente más libre e inclusiva que es la relación matrimonial.
1) La herida de la vida
La vida humana es un camino de búsquedas. Las impulsan las necesidades y los deseos. Estamos hechos para la salida y el encuentro, para la relación. Y no cualquier tipo de relación, sino aquella que hace experimentar la unidad. Hecha de intimidad y de libertad, la unidad conyugal (serán los dos una sola carne) saca a cada uno de las mazmorras de la soledad, realiza la complementariedad y el encuentro de una manera excelente.
La herida que tenemos que curar es la del sinsentido. El sentido de la vida está siempre amenazado por la presencia del mal, del dolor, de la injusticia y de la muerte. ¿Cómo afirmar el sentido espléndido de la vida frente al poder del dolor y de la muerte que la amenaza? Es imposible vivir y no sentir la fragilidad, la precariedad humana. Son los poros de nuestra finitud y contingencia. Y no hay seguros de vida contra la caducidad. Y eso que hay muchos momentos en los que queremos detener el tiempo.
Por más que lo pretenda, tampoco la relación conyugal puede asegurar la propia vida. Está compuesta de química y de ternura, de sensualidad y de imaginación, de donación y recepción. La dinámica del amor conyugal lleva a confesar: te necesito. Te amo. Necesito que tú vivas. Los hijos nos necesitan como padres. Pero… Es cierto que hay remedios que ayudan a cicatrizar. En el fondo, sin embargo, todos sabemos que la herida de la vida es incurable.
2) La herida de la muerte
Desde que nacemos llevamos la fecha de caducidad inscrita en la palma de nuestras manos. Es un tatuaje indeleble. Somos mortales toda nuestra vida. Aspiramos profundamente a la unidad, a la pervivencia. Y sufrimos la incomunicación, la ruptura, la separación. La dinámica del amor matrimonial es una lucha contra la muerte. Se expresa con fuerza en la tendencia a la procreación. Tiene mucho atractivo el perpetuar el apellido. Es una forma de no morir del todo. El clamor de la vida a través de la cadena de las generaciones grita con fuerza en la sangre. Y es que “a la vida le gusta la vida”. Es verdad, sin embargo, que aun en los momentos de mayor generatividad y expansión, somos peregrinos de la vida, heridos de muerte. Y estamos en la cuenta atrás. No hay privilegios ante la muerte. Ella no tiene en cuenta el estrago que hace en la relación del matrimonio enamorado. No atiende a protestas.
3) La herida del amor
La dinámica del amor y del deseo pide que el amado no se muera nunca. Necesito que viva. La herida del amor se expresa en forma de eros, de filia, de posesión y donación. El amor humano aspira a la experiencia del agape, amor incondicional. Ansía ser amor perdurable. Queremos un amor a prueba del desgaste; pero también el amor está sometido al paso demoledor del tiempo cronológico y del tiempo personal. Cierto es que amar a alguien es decirle: es bueno que tú existas. Cuando quieres realmente a alguien lo afirmas y lo confirmas. Pero el amor conyugal, con toda la belleza y la energía que irradia, no es capaz de curar la herida de la soledad personal. Nacemos solos y morimos solos. Incluso los enamorados y los casados. Ellos saben bien: el auténtico amor es un grito de resurrección.