Estoy seguro de que cualquiera que sea conocedor de la vida y escritos de Simone Weil convendrá en que era una mujer de excepcional fe. Era también una mujer con un firme compromiso con los pobres. Pero -y esto puede ser anómalo- era también excepcional y firme en cierta resistencia hacia la Iglesia institucional. En el transcurso de su vida, suspiraba por la Eucaristía diaria, aun cuando se resistía a recibir el bautismo y ser miembro de la Iglesia. ¿Por qué?
No eran las culpas y defectos de la Iglesia lo que la molestaba. Ella era realista y aceptaba que todas las familias e instituciones tenían sus infidelidades, faltas y pecados. Tenía poco problema para perdonar a la Iglesia sus defectos. Su resistencia al total sometimiento a la Iglesia institucional tenía sus raíces en una particular ansiedad que sentía ante cualquier institución social; más en concreto, vio cómo un patriotismo falto de crítica o una lealtad desviada dejaba con frecuencia a los individuos de una institución con incapacidad para ver los pecados y defectos de esa misma institución. Por ejemplo, los ciudadanos fanáticamente patrióticos pueden estar ciegos para ver las injusticias hechas por sus propios países, y la gente profundamente piadosa puede estar presionada por su lealtad a la Iglesia, como pasó con muchos santos que soportaron las Cruzadas y la Inquisición. Weil creyó que la ciega lealtad al país, a la Iglesia, a la familia o a cualquier otra cosa viene a ser una forma de idolatría.
Tenía razón. La lealtad ciega puede convertirse fácilmente en idolatría, a pesar de su sinceridad y altos motivos. Podría parecer injusto criticar la lealtad, pero podemos ser exageradamente leales, leales hasta el punto de que nuestra lealtad nos impida ver el verdadero daño que a veces hacen aquellos a los que damos esa lealtad sin la menor crítica.
Todos nosotros estamos acostumbrados a ciertos axiomas que cada uno cumpliría a su manera por encima de todo lo demás: “¡Mi país, correcto o equivocado!”, “¡La Iglesia, amarla o abandonarla”, “¡Los trapos sucios de una familia deben quedar dentro de la familia; no son asunto de nadie más!”. Pero estos axiomas, con su ingenua y acrítica llamada a su propia lealtad, no son ni inteligentes ni cristianos. La inteligencia humana y la disciplina cristiana nos llaman a algo más profundo.
Todas las familias, todos los países y todas las Iglesias tienen sus pecados y defectos, pero nosotros mostramos nuestro amor y lealtad cuando, en vez de cerrar nuestros ojos a esas faltas, nos desafiamos a nosotros mismos y a los demás de ese círculo a corregir esos pecados y defectos. Aquí podemos aprender lecciones de los programas Recovery y 12 Step. Lo que ellos han aprendido a través de años de experiencia tratando con toda clase de disfunciones es que conviene hacerlo a pesar de la enfermedad, dentro de cualquier grupo o relación. No afrontarla es inutilizarla. El auténtico amor y la auténtica lealtad no permanecen acríticos. Nunca dicen: “Esta es mi familia, mi país o mi Iglesia, correcta o equivocada”. En vez de eso, cuando las cosas van equivocadas, ellos nos dicen que mostremos el amor y la lealtad no protegiendo lo nuestros sino enfrentándonos a lo que está equivocado.
Esta es, de hecho, la tradición bíblica de los profetas, exactamente lo que los profetas hicieron. Ellos amaban a su gente y eran tremendamente leales a sus propias tradiciones religiosas, pero no eran tan ciegamente leales como para no hacer crítica de las verdaderas culpas que veían dentro de esa comunidad religiosa. Nunca se sintieron presionados por falsa lealtad hasta el punto de ser ciegos a los pecados de sus propias estructuras religiosas, ni permanecieron mudos ante esas culpas. Nunca dijeron de su tradición religiosa: “¡Amarla o abandonarla”. En vez de eso, dijeron: “Necesitamos cambiar esto, y necesitamos cambiarlo en nombre de la lealtad y del amor”.
Jesús siguió el mismo camino. Fue fiel y leal al Judaísmo, pero no se callaba ante las culpas y maldades de su tiempo. En nombre del amor, desafió a todo lo que era injusto. Enseñó -y enseñó firmemente- que la ciega lealtad religiosa puede ser una idolatría. Sería la última persona en enseñar que la lealtad y el amor suponen no criticar nunca lo tuyo. Y así, deja de tomar en sentido literal el significado de familia, país e Iglesia, y nos pide que los entendamos de un modo más elevado. Pregunta: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y continúa diciéndonos que estos no deben ser definidos por la biología, el país o la denominación religiosa. La auténtica familia -dice- está constituida por algo más, a saber, por aquellos que oyen la palabra de Dios y la guardan, independientemente de la biología, el país y la religión. Consecuentemente, la biología, el país y la religión deben ser criticados e impugnados siempre que se sitúen en el camino de esta más profunda unión en fe y justicia.
La sangre puede que sea más densa que el agua. Pero, para Jesús, la fe y la justicia son más densas que la sangre, el país y la Iglesia. Por eso, para él, el genuino amor y la lealtad se manifiestan en un compromiso para desafiar cosas que son injustas, aun cuando eso signifique dar la impresión de ser desleal a uno mismo.