Existe una historia que se cuenta acerca de Anna Akhmatova, poetisa rusa, que solía ir cada sábado por la mañana y hacer cola fuera de una prisión de San Petersburgo, donde, junto con otras mujeres, confiaba dejar cartas y paquetes para los seres queridos que habían sido arrestados durante las purgas de Stalin. Las colas eran interminablemente largas, las mujeres eran cruelmente tratadas por los guardias y ni siquiera sabían si sus seres queridos estaban aún vivos o si las cartas y paquetes que dejaban serían entregados en alguna ocasión. Su espera era un ejercicio de frustración. Un sábado, esperando de esa manera, Akhmatova fue reconocida por otra mujer. Ésta se le acercó y dijo: “Tú eres una poetisa, ¿puedes describir lo que está pasando aquí?” Respondió: “Sí, puedo.” Entonces, ellas dos se cruzaron una sonrisa cómplice.
¿Qué había sucedido aquí? ¿Qué pasó entre estas mujeres en esa cómplice sonrisa?
Hay algo muy importante en poner nombre a las cosas. Poder nombrar y describir algo es un acto político, un acto profético, un acto desafiante y un acto que de algún modo nos hace trascendentes a cualquier circunstancia en que nos han encerrado. Dar nombre a algo es también un acto de fe. ¿Cómo es eso?
Jesús nos desafió a “leer los signos de los tiempos”. El desafío aquí es no tanto tener una mirada intelectual hacia un suceso particular sino es ver el dedo de Dios en ese acontecimiento. Juan de la Cruz dice: “El lenguaje de Dios es la experiencia de que Dios escribe en nuestras vidas.” Leer los signos de los tiempos es mirar cada acontecimiento de nuestras vidas y preguntar: “¿Qué está diciendo Dios a través de este suceso?”
Las escrituras judías son ya un admirable ejemplo de esto. En ellas vemos que, para Israel, no había puros accidentes ni acontecimientos puramente seculares. El dedo de Dios estaba por doquiera, en cada suceso, en cada bendición, en cada derrota, en cada victoria, en cada sequía, en cada lluvia, en cada muerte, en cada nacimiento. Si los israelitas eran derrotados en la batalla, no eran los asirios los que los derrotaban, Dios los derrotaba. Si recogían una cosecha abundosa, no era simple suerte, Dios los estaba bendiciendo. Nada era nunca puramente secular o simplemente accidental.
Israel no era tan ingenuo o fundamentalista, por supuesto, como para pensar que Dios fuera, de hecho, la causa eficiente de esos acontecimientos o que en el caso de muerte o desastre, Dios incluso proyectara esos sucesos. Pero, en cambio, en su visión de las cosas, Dios siempre hablaba a través de esos acontecimientos. El dedo de Dios y la voz de Dios eran vistos en la confabulación de accidentes que integraban los sucesos externos de su vida. Discernir el dedo de Dios en los acontecimientos diarios de su vida era, para Israel, una forma muy importante de oración.
Mis padres y muchos de su generación entendieron bien esto. Leer los signos de los tiempos era una práctica espontánea para ellos. Creían en algo que llamaban “divina providencia”; y, para ellos, como para Israel, el dedo de Dios estaba en todo lugar, en cada acontecimiento, bueno o malo. No había ninguna cosa por puro accidente o simple buena suerte. Dios estaba al cargo, de algún modo, detrás de cada cosa. A veces lo llevaron demasiado lejos, creyendo que Dios, de hecho, promovía guerras, quemaba casas, le hacía enfermar a alguien o le rompía la pierna para darle una lección. Pero, generalmente, no fueron así de ingenuos. A pesar del lenguaje (“Dios nos hizo esto”), ellos creían sólo que Dios hablaba a través del acontecimiento, no que Dios lo causaba.
Cualesquiera que sean nuestras fuerzas religiosas hoy, ya no buscamos más de esta manera el dedo de Dios en los sucesos ordinarios de la vida. Para nosotros, niños adultos de la Ilustración, hay mucho de puro accidente, puro suceso secular, simple buena suerte, total destino desgraciado. En la mayoría de los acontecimientos de nuestras vidas, estamos por nuestra propia cuenta, huérfanos sin Dios, a merced del destino, víctimas de una pura confabulación de accidentes.
Así, miramos los sucesos del mundo y de la iglesia, y sólo vemos accidente histórico: en el 11 de septiembre, sólo habla el terrorismo, no Dios; en el escándalo del abuso sexual de la iglesia, sólo hablan los medios, no Dios; en nuestra incapacidad para crear paz y justicia, sólo oímos voces humanas, no la de Dios; y en las bendiciones y tragedias personales de nuestras vidas, sólo oímos la voz de la suerte o del destino, no la voz de Dios.
En parte, nuestros instintos tienen razón. Dios no causó el 11 de septiembre, Dios no envió el AIDS como castigo por el pecado y Dios no elige a cierta gente para ganar loterías, mientras cusa enfermedades y tragedias a otros. Una confabulación de accidentes hace eso. Pero Dios nos habla a través de todos esos accidentes, buenos y malos, y una de las más importantes tareas de la fe es indagar en esa confabulación de accidentes y tratar de encontrar ahí el dedo y la voz de Dios.