El amor de Dios es el misterio más profundo del reino. Es su raíz y su fruto, la ley única por la que se rige. Lo más originario de todo es la iniciativa del Padre y su amor gratuito al hombre. Aquí encontramos el origen primero y el sentido último del reino. Porque Dios ama a los hombres, no los deja bajo la soberanía —mejor sería decir ‘tiranía’— de Satanás, sino que constituye su propio reino de libertad y de amor. Dios ama a cada hombre con amor personal. Pero no le ama aisladamente de los demás. Le ama siempre como miembro de una familia, como ciudadano y en cuanto ciudadano de este reino. En el reino de Dios está compendiado todo lo que el amor de Dios puede y quiere dar al hombre. Y hay que notar que en la predicación de Jesús no se pone tanto el acento en la soberanía de Dios cuanto en la bondad, en el amor del Padre que está en los cielos. El misterio propio, constitutivo, del reino es precisamente el amor gratuito, personal y entrañable del Padre a los hombres, en Cristo con el Espíritu Santo. Por eso, es un reino de libertad y de liberación. No agobia nunca al hombre ni le oprime bajo su dominio. Al contrario, le libera -por dentro y por fuera- de toda forma de esclavitud y de opresión. Y el hombre, a su vez, debe responder en libertad, en fe y en amor. En definitiva, el reino de Dios es una Familia, porque es un reino de Amor.
El reino de Dios es la irrupción de su amor misericordioso en el mundo de los hombres. Y esta irrupción de amor tiene un nombre personal, se llama Jesús de Nazaret. Por eso, propiamente hablando, Jesús es el Reino, porque Jesús es el Amor total de Dios a los hombres hecho visible.
El reino de Dios, por ser amor, es esencialmente libertad y liberación. Dios encuentra al hombre sometido a múltiples formas de esclavitud: el error, el egoísmo, la codicia, la injusticia, la opresión de otros hombres, etc. Y desea liberarle de todas ellas. Para eso establece su reino de amor y de libertad. Quiere devolver al hombre el dominio sobre sí mismo y el señorío sobre todo el universo material que tenía antes del pecado.
Reducir la liberación cristiana -es decir, la salvación traída por Cristo- a la liberación política, social, económica o religiosa, es restringirla excesivamente. Estas dimensiones forman parte de la salvación integral del hombre, pero no se identifican con la salvación cristiana.
La salvación cristiana es la restauración y la realización del designio eterno de Dios sobre el hombre. Esta restauración y realización se verifica en Jesucristo y sólo en él. Dios establece su reino en lucha declarada contra todas las fuerzas que tienden a esclavizar, de la manera que sea, al hombre.
La salvación cristiana es, a la vez, actual y futura. Se cumple ya ahora, pero sólo alcanzará su plenitud consumada en la última venida de Cristo. Por eso, toda la existencia cristiana se desarrolla en una tensión entre el "ya" y el "todavía no". "Nuestra salvación es objeto de esperanza" (Rom 8, 24). Esta salvación es también universal y personal, al mismo tiempo. Tiene una dimensión comunitaria. La voluntad salvífica de Dios abarca a todos los hombres (cf 1 Tim 2, 4). Pero cada hombre tiene que adherirse libre y personalmente a Jesucristo para que esta salvación sea efectiva. Esta adhesión implica estar dispuesto a perderlo todo por Cristo.
El hombre, abandonado a sus propios recursos o a sus fuerzas personales, con la inclinación y tendencia que en él ha dejado el pecado -que es a lo que san Pablo llama "carne"- no puede salvarse. Necesita reconocer que tiene necesidad de salvación, y que ésta sólo le puede llegar de Jesucristo, y consentir activamente en "ser salvado" por él.
La salvación cristiana es, asimismo, esperada e inesperada. Responde a las aspiraciones más hondas del hombre y sobrepasa infinitamente esas mismas esperanzas. Dios cumple los deseos del corazón humano, dando al hombre mucho más de lo que él podía siquiera desear o sospechar.
Sólo cuando el hombre sale definitivamente de sí mismo hacia los demás, para buscar no sus propios intereses sino los intereses de los otros hombres, es cuando se encuentra verdaderamente liberado y es realmente libre. La suprema forma de libertad es el amor de caridad. Y el amor constituye el misterio mismo del reino. Por eso, el reino de Dios es esencialmente libertad.
El hombre que no ha alcanzado todavía su libertad y que permanece sometido aún a distintas formas de esclavitud, es un ser indisponible. Por el contrario, el hombre libre y liberado es un ser disponible y está en actitud permanente de disponibilidad ante Dios y ante los demás hombres.
El hombre indisponible se caracteriza, sobre todo, por el egoísmo. Se considera, de hecho, centro del universo. Fuera de sus personales intereses o de sus problemas, nada logra preocuparlo verdaderamente. Todo carece, para él, de real importancia, si no es él mismo. El único tema de conversación que le apasiona es el de sus cosas, su salud, su familia, su trabajo, etc. Incluso si es creyente, se trata siempre de su Dios y de su propia salvación. El hombre indisponible ignora a los demás. A veces, los desprecia. Los demás son, para él, obstáculos o enemigos. Y, en el mejor de los casos, cuando no llega a considerarlos meros instrumentos de su personal bienestar, mantiene hacia ellos una actitud de indiferencia o de olvido.
Cuando nos encontramos con un hombre indisponible, tenemos la impresión de no existir. No significamos nada para él. No hay un ‘tú’ que responda a nuestro ‘yo’. Resulta imposible la comunicación en cierta profundidad con él. Nos sentimos desesperadamente solos.
El hombre disponible, en cambio, es siempre comprensivo, paciente, acogedor, humilde y soberanamente libre. No está atado ni a sí mismo. Busca sólo el bien de los demás. Es decir, ama verdaderamente. Es pobre no tiene afán alguno de posesión, ha reducido al mínimo sus necesidades, está abierto a todos. No conoce ni la envidia, ni el desdén, ni la indiferencia. El hombre disponible es el verdadero ciudadano del reino de Dios. Es el hombre de las bienaventuranzas.
La acción liberadora de Dios -es decir, su reino y su reinado- recorre toda la historia de los hombres y se cumple definitivamente en Jesús de Nazaret. En Jesús se hace visible, de una manera personal, esta acción liberadora, porque en él se hace visible el amor que Dios nos tiene. Jesús radicaliza esta liberación, llevándola hasta las raíces mismas de la persona humana, hasta su corazón, para cambiarlo mediante la conversión y la fe. Jesús restaura en la mente de los hombres el proyecto y la intención personal de Dios (=misterio) de convertirlos en hijos suyos y de hacerlos vivir en fraternidad universal. Cambiando el corazón del hombre y liberándole del egoísmo y de la codicia, pone en marcha la mayor fuerza liberadora y transformadora del mundo: el amor enteramente gratuito, es decir el amor de caridad.
Cuando todos los hombres se amen con el mismo amor con que el Padre les ama en Jesucristo, el reino de Dios habrá llegado a su definitiva consumación. Mientras tanto, sigue siendo imprescindible la oración: «¡Venga a nosotros tu reino!» (Mt 6, 10). Es la oración de la esperanza y de la impaciencia cristiana.