Las primeras páginas de la Biblia nos ofrecen una serie de historias que describen la condición humana y nos brindan razones para entender por qué las cosas andan como andan en nuestro mundo. La historia más familiar para nosotros es la de Adán y Eva comiendo la fruta prohibida. La llamamos historia del “pecado original”.
Pero a esa historia le sigue otra serie de relatos, menos famosos, pero no menos instructivos. Uno de ellos es la historia de Caín y Abel, supuestamente los primeros hijos de Adán y Eva. Esa historia se podría reformular de esta manera moderna:
Érase una vez dos hermanos gemelos que nacieron en el paraíso: El primero se llamaba Abel. Era un niño risueño, todo sonrisas, hermoso en su cuerpo y en sus actitudes. Naturalmente dotado y talentoso; en todo lo que hacía complacía a sus padres y maestros. Era excelente en la escuela, en atletismo, en música y en granjearse amigos. Todo le venía fácil. Líder natural y popular, elegido como presidente de la clase, Abel ganó una beca para una prestigiosa universidad, se graduó como el primero de su clase, se casó con una mujer maravillosa que le venía como anillo al dedo a su buena apostura y a sus buenas actitudes, consiguió un buen puesto de trabajo altamente remunerado, recibió una serie de promociones en su carrera y ganó el premio “Hombre-del-Año” por su trabajo caritativo y filantrópico. Llegó a ser, merecidamente, el hombre más respetado y querido de la comunidad. ¡El humo procedente de su sacrificio se elevaba siempre al cielo!
El segundo hijo se llamaba Caín y… tú eres ese hijo. Naciste llorando, más feo que tu hermano en apariencia corporal y más pobre en actitudes. Sufriendo, como niño, de cólico y de sarpullido cutáneo, no fuiste el preferido de tu madre. Nada te resultó fácil, ni la escuela, ni el atletismo, ni la música, ni el conseguir amigos. Meticón con todos y matón en la cancha de juego, la escuela te resultó a veces una auténtica pesadilla, pero por fin conseguiste graduarte, aunque casi el último de la clase. Nada de lo que hicieras agradaba jamás a nadie, menos todavía a tus padres y maestros. Nunca apareció en tu vida la pareja de tus sueños para el matrimonio y te viste empujado a un matrimonio entumecido y frío más que estimulante y lleno de vida. No gozaste promociones o premios “Hombre-del-Año”. ¡El humo proveniente de tu sacrificio, no se sabe por qué, parecía que nunca se elevara al cielo! La amargura y la ira comenzaron a brotar y crecer poco a poco dentro de ti, especialmente cuando observabas a tu hermano gemelo, Abel, al parecer moviéndose sin esfuerzo y con éxito y elegancia en la vida.
Nunca le disparan a nadie con una pistola antes de dispararle primeramente con una palabra; nunca le disparan a nadie con una palabra antes de dispararle con un pensamiento. Tú comenzaste a matar a Abel con tus pensamientos: “Pero ¿quién se cree que es él? ¿Tan dotado, agudo e inteligente se piensa que es? ¡Nació entre algodones y con un pan debajo del brazo! ¡No merece nada de lo que tiene! ¡Es un hipócrita, un fanfarrón, un charlatán, y vive dentro de su pequeña y privilegiada burbuja! ¡Sobre la vida real, no entiende absolutamente nada! ¡Esto es injusto; no hay derecho! ¡Le odio!
Con tales pensamientos y resentimientos, nos matamos unos a otros, por supuesto como Caín mató a Abel. Y, como Abel, quedamos marcados por ello. Igual que los contemporáneos de Caín vieron en sus manos la sangre de su hermano asesinado, así nuestros contemporáneos perciben la envidia de Caín en nuestros ojos y la oyen en nuestras conversaciones. Hay en nosotros una envidia que asesina a otros; y entonces la gente se aparta de nosotros cuando huele esa envidia en nuestro corazón, dejándonos todavía más solos, más marginados, más amargados, más celosos y envidiosos, más marcados, más solos con el sapo de la ira dentro de nosotros.
Pero así es la condición humana. Todos nosotros, a no ser que Dios nos haya bendecido y dotado de modo extraordinario, sufrimos un poco de “Complejo-de-Caín”. Tenemos en nuestros corazones algo de la envidia y amargura de Caín y tenemos nuestras manos algo manchadas de sangre. También nosotros, como Caín, hemos asesinado por celos, envidia y amargura.
Pero el reconocer esto en nosotros mismos nos habría de invitar a la conversión, y no al desaliento. Las primeras palabras salidas de la boca de Jesús en el Evangelio son: “¡Arrepentíos y creed en la Buena Noticia!” La traducción inglesa (lo mismo que la española) no capta bien el meollo de esa invitación. La palabra que Jesús emplea para “arrepentíos” es la palabra griega “METANOIA”: literalmente, “meta-“ (más arriba de, o más allá de) y “-nous” (mente). Jesús nos invita a revestirnos de una mente y un corazón mayores; una mente y un corazón por encima de los actuales con todas sus envidias y amarguras. Y la palabra “metanoia” se enfrenta también lingüísticamente a la palabra “paranoia”. Experimentar la “metanoia” es volverse no-paranoico. Fundamentalmente, la relevante invitación que Jesús nos dirige pudiera parafrasearse así: ¡No os volváis paranoicos y creed que eso es Buena Noticia!
Pero no es fácil lograrlo. Someter nuestro recelo, nuestra amargura, nuestra ira y nuestro sentimiento de que la vida ha sido injusta con nosotros es una de las exigencias morales y sicológicas más difíciles de nuestras vidas. Al fin, no es ni la sexualidad, ni la avaricia, ni la falta en nuestras vidas de justicia o de oración y religión lo que nos corta la relación con Dios y con la comunidad. El verdadero obstáculo es la paranoia, la amargura, la desconfianza, nuestro “Complejo-de-Caín”.
Y así, en medio de la oscuridad de nuestra marginación y desconfianza queda en pie una invitación, quizás la más importante de nuestra vida: ¡Grita pidiendo auxilio!
- Traducción: Carmelo Astiz, cmf