En los últimos años de su vida, el famoso monje americano Thomas Merton vivió solitario, en una ermita, intentando encontrar mayor soledad en su vida. Pero la soledad es una cosa muy elusiva y Merton descubrió que se le estaba escabullendo constantemente.
Sin embargo, una mañana sintió que la había encontrado, en ese momento al menos. Pero lo que experimentó fue, de alguna manera, una sopresa para él. Resulta que la soledad no es un cierto estado alterado de la conciencia o incluso una cierta sensación intensificada de Dios o de lo transcendente en nuestras vidas. La soledad, tal como él la experimentó, era estar totalmente dentro de su propia piel, al interior del momento actual, consciente con gratitud de la inmensa riqueza encerrada dentro de la ordinaria experiencia humana. La soledad consiste en estar suficientemente dentro de tu propia vida, de forma que puedas experimentar realmente lo que allí se esconde.
Pero eso no es fácil. Es raro que nos encontremos a nosotros mismos dentro del momento actual. ¿Por qué? Por la manera como estamos construidos. Estamos sobrecargados para este mundo. Cuando Dios nos puso en este mundo, como nos dice el autor del Libro del Eclesiastés, puso “eternidad” en nuestros corazones y por eso no vivimos fácilmente en paz en nuestra vida.
Leemos esto en la Sagrada Escritura, Libro del Eclesiastés, en el famoso pasaje sobre el ritmo de los momentos oportunos de la vida. Allí se nos dice que hay un tiempo y un momento oportuno para cada cosa: Un tiempo de nacer y un tiempo de morir; un tiempo de plantar, y un tiempo de cosechar lo plantado; un tiempo de matar, y un tiempo de sanar… y así sucesivamente. Pero, después de enumerar este ritmo natural del tiempo y de los momentos oportunos, el autor acaba con estas palabras. Dios ha hecho todo adecuado al tiempo propio de cada cosa, pero en el corazón humano ha sembrado eternidad, de forma que los seres humanos no sincronizan con los ritmos de este mundo desde el principio hasta el fin.
El vocablo hebreo usado para expresar “eternidad” es “Ha olam”, una palabra que indica “eternidad” y “transcendencia”. Algunas traducciones inglesas lo expresan de esta manera: Dios ha puesto un sentido del pasado y del futuro en nuestros corazones. Tal vez esa traducción lo plasma de la forma mejor, al menos en cuando al modo cómo nosotros experimentamos esto, por lo general, en nuestras vidas.
Sabemos por experiencia lo difícil que es estar dentro del momento actual, ya que ni el pasado ni el futuro nos dejarán solos. Están siempre influyendo en el presente. El pasado nos ronda con canciones de cuna medio-olvidadas y con melodías que provocan memorias pasadas, con amores encontrados y perdidos, con heridas que nunca cicatrizaron, y con sentimientos incipientes de nostalgia, pesar, y con necesidad de aferrarse a algo que pasó en otro tiempo. El pasado está siempre sembrando inquietud en el momento presente.
Y el futuro igualmente se abre paso a sí mismo al interior del presente, vislumbrándose como promesa y amenaza, exigiendo siempre nuestra atención, sembrando siempre ansiedad en nuestras vidas y despojándonos siempre de la capacidad de saborear realmente el presente. El presente está influenciado siempre por obsesiones, angustias, quebraderos de cabeza y ansiedades que poco tienen que ver con la gente con la que nos sentamos a la mesa.
Los filósofos y poetas dan a este fenómeno diversos nombres: Platón lo llamó “locura procedente de los dioses”; los poetas hindúes lo han llamado “nostalgia del infinito”; Shakespeare habla de “anhelos inmortales” y San Agustín lo llamó, con el nombre más conocido y famoso de todos, “incurable inquietud”. Inquietud que Dios ha colocado en el corazón humano para que se guarde de encontrarse a gusto y estable en algo que es menos que infinito y eterno: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti”.
Así pues, resulta muy difícil estar presente de modo pacífico en nuestras vidas, sintiéndonos relajados dentro de nuestra piel. Pero este “tormento” -así lo llamó alguna vez el famoso poeta y dramaturgo anglo-estadounidense T.S. Eliot-, tiene su finalidad. El escritor espiritual Henri Nouwen, en un pasaje extraordinario que a la vez da nombre a esa lucha interior e indica para qué sirve finalmente, lo formula de este modo: Nuestra vida es un tiempo breve vivido en expectación, un tiempo en el que la tristeza y la alegría se besan mutuamente en cada momento. La tristeza tiene una cualidad que domina todos los momentos de nuestra vida. Parece que no existe algo así como una alegría pura y bien definida, sino que, aun en los momentos más felices de nuestra existencia, sentimos un dejo de tristeza. En cada satisfacción hay una conciencia de limitaciones. En cada éxito hay un temor de envidia. Detrás de cada sonrisa hay una lágrima. En cada abrazo hay soledad. En cada amistad, distancia. Y en todas formas de luz aparece la conciencia de la oscuridad circundante. Pero esta experiencia íntima, en la que cada pequeña porción de vida queda afectada por una pequeña porción de muerte, hace posible que nos asomemos más allá de los límites de nuestra existencia.
Esta experiencia íntima puede obrar así haciéndonos anhelar con expectación el día en que nuestros corazones se colmen de perfecta alegría, una alegría que nadie nos podrá arrebatar.