Queridos hermanos y hermanas,
La celebración de la Jornada Misionera Mundial de este año se carga de un significado especial. La celebración del 50 aniversario del Decreto conciliar Ad Gentes, la apertura del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesiade empeñarse con mayor valor y celo en la missio ad gentes para que el Evangelio llegue hasta los extremos confines de la tierra.
El Concilio Ecuménico Vaticano II, con la participación de los obispos provenientes de cada ángulo de la tierra, fue un signo luminoso de la universalidad de la Iglesia, acogiendo, por primera vez, tan alto número de padres conciliares procedentes de Asia, África, América Latina y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que llevaban a la sede conciliar la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes y que se hacían intérpretes de las complejas realidades del entonces llamado "Tercer Mundo". Enriquecidos por la experiencia derivada de ser pastores de Iglesias jóvenes y en vía de formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios, contribuyeron de manera relevante a reafirmar la necesidad y la urgencia de la evangelización ad gentes, y de esta manera llevar al centro de la eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.
Eclesiología misionera
Hoy esta visión no ha disminuido, al contrario, ha experimentado una fructífera reflexión teológica y pastoral, y, al mismo tiempo, vuelve con renovada urgencia, ya que se ha expandido enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo: "Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso", comentó el beato Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris Missio sobre la validez del mandato misionero, y agregaba: "No podemos permanecer tranquilos, pensando en los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo, que viven sin conocer del amor de Dios" (n. 86). Yo, también, en la proclamación del Año de la Fe, escribí que Cristo "ahora como entonces, nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra" (Carta Apostólica Porta Fidei, 7); proclamación, que, expresó también el siervo de Dios Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, "no es para la Iglesia una aportación facultativa: es el deber que le incumbe, por mandato del Señor Jesús, para que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado" (n. 5). Necesitamos por tanto recuperar el mismo fervor apostólico de las primeras comunidades cristianas, que, pequeñas e indefensas, fueron capaces, a través de su anuncio y testimonio, de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido.
No sorprende, por tanto, que el Concilio Vaticano II y el posterior Magisterio de la Iglesia insistan de modo especial en el mandato misionero que Cristo confiaó a sus discípulos y que debe ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, laicos. El cuidado de anunciar el Evangelio en todas las partes de la tierra pertenece principalmente a los obispos, principales responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos, efectivamente, "han sido consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo" (Juan Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, 63), "mensajeros de la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo" (Ad Gentes, 20) y hacen "visible el espíritu y el ardor misionero del Pueblo de Dios, de manera que toda la diócesis se hace misionera"(ibid., 38).
La prioridad de la evangelización
El mandato de predicar el Evangelio no se agota, por lo tanto, para un pastor, en la atención hacia la parte del Pueblo de Dios confiada a su cuidado pastoral, ni en el envío de algún sacerdote, laico o laica fidei donum. Este debe implicar toda la actividad de la Iglesia particular, todos sus sectores, en breve, todo su ser y su actuar. El Concilio Vaticano II lo indicó con claridad y el Magisterio posterior lo confirmó con fuerza. Esto exige adecuar constantemente estilos de vida, planes pastorales y organización diocesana a esta dimensión fundamental de ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo en continuo cambio. Y esto vale también para los Institutos de Vida Consagrada e las Sociedades de Vida Apostólica, como también para los Movimientos eclesiales: todos los componentes del grande mosaico de la Iglesia deben sentirse fuertemente interpelados por el mandato del Señor de predicar el Evangelio, para que Cristo sea anunciado en todas partes. Nosotros los pastores, los religiosos, las religiosas y todos los fieles en Cristo, debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, "prisionero de Cristo por los paganos" (Ef. 3, 1), trabajó, sufrió y luchó para llevar el Evangelio en medio de los paganos (cfr Ef 1,24-29) sin ahorrar energías, tiempo y medios para dar a conocer el Mensaje de Cristo.
Incluso hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma de toda actividad eclesial, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el Misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta su retorno. Como san Pablo, debemos estar atentos a los lejanos, aquellos que no conocen todavía a Cristo y no han experimentado la paternidad de Dios, con la conciencia de que "la cooperación misionera se debe ampliar hoy a nuevas formas incluyendo no sólo la ayuda económica, sino también la participación directa en la evangelización" (Juan Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, 82). La celebración del Año de la Fe y del Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un relanzamiento de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.
Fe y anuncio
El afán de anunciar a Cristo nos impulsa también a leer la historia para discernir en ella los problemas, aspiraciones y esperanzas de la humanidad, que Cristo debe sanar, purificar y llenar de su presencia. Su Mensaje, en efecto, es siempre actual, entra en el corazón mismo de la historia y es capaz de dar respuesta a las inquietudes más profundas de cada hombre. Por esto la Iglesia, en todos sus integrantes, debe ser consciente que "los inmensos horizontes de la misión eclesial, la complejidad de la situación presente exigen hoy modos renovados para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios" (Benedicto XVI, exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 97). Esto exige, sobre todo, una renovada adhesión de fe personal y comunitaria al Evangelio de Jesucristo, "en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está viviendo" (Carta Apostólica Porta fidei 8).
Uno de los obstáculos al impulso de la evangelización, de hecho, es la crisis de fe, no sólo del mundo occidental, sino de gran parte de la humanidad, que sin embargo tiene hambre y sed de Dios y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que va al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como cuenta el evangelista Juan, la peripecia de esta mujer es particularmente significativa (Cf. Jn. 4,1-30): encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva, capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no comprende, se queda en el nivel material, pero lentamente es conducida por el Señor a realizar un camino de fe que la lleva a reconocerlo como el Mesías. Y a este respecto san Agustín afirma: “tras haber acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa habría podido hacer [esta mujer] si no abandonar el ánfora y correr a anunciar la buena noticia?” (Homilía 15,30). El encuentro con Cristo como Persona viva que colma la sed del corazón no puede sino llevar al deseo de compartir con otros la alegría de esta presencia y hacerlo conocer para que todos la puedan experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia a Dios, de forma que se pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de evangelizar no debe quedar nunca al margen de la actividad eclesial y de la vida personal del cristiano, sino caracterizarla fuertemente, en la conciencia de ser destinatarios y, al mismo tiempo, misioneros del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el Kerigma del Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, el Kerigma del amor de Dios absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, culminado en el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, el cual no desdeñó asumir la pobreza de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola, por medio de la oferta de sí en la cruz, del pecado y de la muerte.
La fe en Dios, en este designio de amor realizado en Cristo, es ante todo un don y un misterio que hay que acoger en el corazón y en la vida y del que hay que dar gracias siempre al Señor. Pero la fe es un don que nos ha sido dado para que sea compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha hecho en nuestra existencia y que no podemos retener para nosotros mismos.
El anuncio se hace caridad
¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!, decía el apóstol Pablo (1 Cor. 9:16). Esta palabra resuena con fuerza para cada cristiano y para cada comunidad cristiana en todos los continentes. También para las Iglesias en los territorios de misión, Iglesias en su mayoría jóvenes, a menudo de reciente fundación, el ser misioneras se ha convertido en una dimensión connatural, incluso si ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos sacerdotes, religiosos y religiosas, de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta familias enteras dejan los propios países, sus comunidades locales y se van a otras Iglesias para testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad encuentra la salvación. Es una expresión de profunda comunión, compartir y caridad entre las Iglesias, para que todo hombre pueda escuchar o volver a escuchar el anuncio que resana y acercarse a los Sacramentos, fuente de la verdadera vida.
Junto a este gran signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a las Obras Misionales Pontificias, instrumento para la cooperación en la misión universal de la Iglesia en el mundo. Por medio de sus acciones el anuncio del Evangelio se hace también intervención en ayuda del prójimo, justicia hacia los más pobres, posibilidad de educación en las más perdidas aldeas, asistencia médica en lugares remotos, emancipación de la miseria, rehabilitación de quien está marginado, apoyo al desarrollo de los pueblos, superación de las divisiones étnicas, respeto a la vida en cada una de sus etapas.
Queridos hermanos y hermanas, invoco sobre la obra de la evangelización ad gentes, y en particular sobre sus agentes, la efusión del Espíritu Santo, para que la gracia de Dios la haga caminar más decididamente en la historia del mundo. Con el beato John Henry Newman querría orar: "Acompaña, oh Señor, a tus misioneros en las tierras por evangelizar, pon las palabras justas en sus labios, haz fructífera su fatiga". Que la Virgen María, Madre de la Iglesia y Estrella de la evangelización, acompañe a todos los misioneros del Evangelio.
Vaticano, 6 Enero 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor
Benedictus PP. XVI
Traducción del original italiano por ZENIT