Estas palabras las escribió un novelista, Nikos Kazantzakis, pero un teólogo podría hacerlas suyas. Cristo nació en una familia, no en un monasterio.
No es que haya nada malo con respecto a los monasterios. Ciertamente no son lugares donde viven familias, pero son lugares especiales, como los desiertos o los santuarios, a donde nos podemos apartar de la vida ordinaria para realizar alguna labor interior más profunda. Podemos encontrar a Dios también en un monasterio, pero le encontramos, de ordinario, donde hay niños, y familias, y mesas de cocina, pequeñas peleas, y facturas que pagar, y toda esa serie de cosas que parecen no ser espirituales.
Carlo Caretto, el famoso escritor espiritual, nos descubre cómo aprendió esto por experiencia: Mentor espiritual muy respetado, pasó la mayor parte de su vida viviendo solo, como ermitaño, en el desierto del Sahara, orando en silencio y traduciendo al beduino la Sagrada Escritura. En una de sus visitas a su país de origen, Italia, sentado junto a su madre, se sorprendió por el hecho de que ella, una mujer práctica y franca que había criado una extensa familia y que había pasado muchos años de su vida tan preocupada con los deberes de criar y educar a sus hijos, que nunca había tenido tiempo alguno de calidad vivido a solas, era más contemplativa que él mismo, su hijo ermitaño, que había pasado años aislado en soledad intentando bloquear las distracciones del mundo para así poder orar.
Pero Caretto no sacó de esto conclusión simplista alguna. Al darse cuenta de que su madre, que había estado tan atareada y preocupada durante tantos años, era más contemplativa que él mismo, no pensó que hubiera algo erróneo en lo que había estado haciendo todos esos años en el desierto. Antes bien, supuso que había habido algo muy atinado y correcto en lo que su madre había estado haciendo durante esos años, cuando las exigencias constantes de los niños y de la familia no le dejaban nunca tiempo para sí misma.
La capacidad de contemplación y la apertura a la presencia de Dios son menos una cuestión de silencio y quietud, aun siendo éstos tan importantes, que una cuestión de ser desinteresado, altruista, yendo más allá de la preocupación de sí mismo. La actitud de contemplación implica el olvido de sí. El silencio y el desierto nos pueden ayudar a olvidarnos de nosotros mismos, pero igualmente pueden ayudar el deber, las exigencias de la familia, el criar a los hijos, el trabajo y la vocación.
Ciertamente, el camino normal para la santidad (que consiste en generosidad y gratitud) atraviesa, más que por un monasterio, por la familia, el empleo, las facturas por pagar, y el deber cumplido…
Los monasterios son lugares especiales y excepcionales, y la vocación monástica es también una llamada única y especial; no es la norma o el ideal para todo el mundo.
La generación de mis padres tenía su propia manera de entender esto. A esta forma de vivir la llamaban “deberes u obligaciones de estado”.
Su idea era simple, práctica, y teológicamente sólida: Se supone y se espera que todos hagamos algún trabajo, y cumplamos una vocación recibida de Dios. Según esto, deberíamos esperar que la familia, la iglesia, el deber, y el trabajo consumieran nuestro tiempo fundamental y nuestra energía, hasta que lleguemos a la jubilación. Pero la idea consistía en que éste es el lugar donde Dios nos quiere y donde lograremos la santidad. La santidad se alcanza cumpliendo las obligaciones que ineludiblemente se abren ante nosotros cada día – haciendo nuestro trabajo, educando a los críos, cuidando de los padres ancianos, pagando facturas pendientes, ayudando a los vecinos, sirviendo al país, colaborando en la vida de la iglesia.
No necesitas buscar la fórmula de la santidad; ella misma te encuentra a ti en los deberes y obligaciones que encuentras cada día en el sendero de la vida ordinaria. La vida ordinaria es tu monasterio. El despertador que cada mañana toca temprano para despertarte de tu sueño y enviarte al trabajo es tu campana monástica, como lo es la hipoteca que estás redimiendo, los padres ancianos que ahora debes cuidar, las exigencias de tus hijos, y las necesidades de tus prójimos y de tu país. Como la campana en el monasterio, todo eso te convoca a salir de tu agenda propia y de tu interés personal hacia algo más amplio que tú mismo, que es la agenda de la comunidad y la de la causa de Dios. Exactamente igual, la campana de la iglesia que te convoca al culto semanal o diario es también una campana monástica. Encuentras a Dios en los ritmos de tu vida diaria, en la mesa de la cocina, en tu dormitorio, en la lucha por pagar tus facturas y por cumplir tus responsabilidades, y en las llamadas para acudir a la iglesia.
Los monjes tienen secretos dignos de conocerse, pero lo mismo tienen también las familias. Carlo Caretto hizo cierto trabajo interior profundo durante todos esos años de silencio, ayuno, y oración en el desierto, pero lo mismo hizo también su madre, durante todos esos años en que la ascética de ser madre, de estar agobiada de trabajo, y de tener que pensar siempre en las necesidades de otros antes que en las suyas propias, la hicieron abstenerse y ayunar de tantos gustos que ella pudiera haber gozado y le obligaron a olvidarse de sí misma y a ser generosa.
Hay, pues, dos tipos de monasterios y dos tipos de campanas monásticas. Los dos son buenos, mientras ambos nos convoquen a ir más allá de nosotros mismos hacia la clase de ayuno y oración que nos obliga a preferir a los otros y a Dios antes que a nosotros mismos.