Después de que la Madre Teresa murió, sus diarios revelaron algo que impactó a mucha gente: durante los últimos 60 años de su vida -desde los 27 hasta los 87, en que murió- luchó por imaginar que Dios existía, y no tuvo la menor experiencia afectiva ni de la persona ni de la existencia de Dios. En cambio, durante todos esos años, todo en su vida encarnó e irradió un excepcional compromiso -uno entre cien millones- de abnegación, altruismo y fe
Superficialmente, esto podría parecer incongruente, incluso contradictorio; pero esas dos cosas -su sentimiento de que Dios estaba ausente y su excepcional abnegación- no están inconexas. Al contrario. Esta depende cabalmente de aquella; su incapacidad para sentir a Dios afectivamente, la sequedad de su experiencia de fe, la noche oscura que la envolvía… fueron precisamente la razón de que su fe fuera tan pura y sus acciones tan desinteresadas. En resumen, con todos sentimientos afectivos ausentes y sin la menor ayuda para crear imágenes de Dios y un concepto de la existencia de Dios, en adelante ya no fue capaz de manipular su experiencia de Dios y reformarla para acomodarla a sus propias necesidades. Tuvo que recibir a Dios en los términos propios de Dios, y no en los suyos. La verdadera sequedad de su fe fue lo que la hizo tan pura. La aparente ausencia de Dios también le ayudó a asegurar la ausencia de su propio ego.
Para apreciar más plenamente lo que se dice aquí, puede servirnos el hecho de contrastar a la Madre Teresa en la sequedad de su experiencia de fe y el efecto que esto tuvo en su vida, con incontables figuras religiosas populares, pasadas y presentes, las cuales, tristemente, irradian con demasiada frecuencia justo lo contrario. Ellas fomentan una fe robusta y afectiva, declarando, una y muchas veces, qué real está en sus vidas y qué profundamente sienten la presencia de Jesús. Y, ciertamente, no hay razón para dudar de su sinceridad y su honradez; un genuino fervor mana de ellas. Pero, a diferencia de la Madre Teresa, tanto su predicación como sus propias vidas exhiben con frecuencia demasiado ego, narcisismo, proyección y manipulación de Dios y la religión en su propio beneficio. Sin ser crueles, es bueno decir que nosotros -y, a decir verdad, el mundo entero- en absoluto confundimos con la Madre Teresa a muchos de nuestros populares predicadores y escritores religiosos. Vemos en su fervor religioso demasiado de ellos mismos y cómo su experiencia religiosa los beneficia. La ironía está en que ellos, tantos populares predicadores y escritores religiosos, alardean de una fe mucho más fuerte que la que tuvo la Madre Teresa, pero su experiencia de Dios se vierte mucho menos altruistamente en sus vidas.
Ludwig Feuerbach y Friedrich Nietzsche han escrito tal vez la crítica más aguda que ha habido hasta ahora sobre la religión y la experiencia religiosa. Su teoría es que toda experiencia religiosa es finalmente proyección humana, que nosotros creamos a Dios a nuestra imagen y semejanza, y que luego usamos esa imagen de Dios en beneficio propio. Para ellos, toda experiencia religiosa es en definitiva auto-creada en nuestro propio beneficio. En su opinión, dentro de toda experiencia religiosa hay siempre un elemento de manipulación, racionalización y fraude, aunque la persona que tiene la experiencia está ciega a ese hecho. Ella está convencida de que Dios está dictando de algún modo lo que está sucediendo dentro de su alma, cuando, de hecho, es mayormente el auto-interés el que lo está dictando, y esa es la razón por la que vemos tan comúnmente esa penosa displicencia entre el fervor religioso que hay dentro de tantos de nosotros y el auto-interés que ofrece esa religiosidad.
¿Qué hay que decir sobre esto? Pienso que Nietzsche y Feuerbach están en lo cierto el 95%. Sin embargo, se equivocan el 5%, y ese 5% marca la diferencia. La evidencia sugiere que el 95% de las veces que lo hacemos manipulamos nuestra experiencia de Dios para servir a nuestros propios intereses. Pero Dios arregla las cosas de modo que no podamos hacer esto siempre. Dios corrige nuestra tendencia a crear un Dios que trabaje a favor de nuestro auto-interés enviándonos, como lo hizo con la Madre Teresa, aplastantes noches oscuras del alma, esto es, periodos de imaginativa y afectiva sequedad con la que simplemente somos incapaces de imaginar y sentir afectivamente tanto la existencia de Dios como el amor que el propio Dios nos tiene. Mientras continuamos “conociendo” de alguna manera a Dios a un nivel más profundo, nuestras imaginaciones y nuestras emociones pierden completamente su fuerza. Y, cuando sucede esto, nos encontramos a nosotros mismos impotentes para manipular nuestra experiencia de Dios de alguna manera, y ciertamente no trabajarlo en nuestro propio beneficio. Dios puede entonces inundarnos puramente, con nuestros egos, narcisismo y egoísmo ahora incapaces de colorear la experiencia.
Leonard Cohen acuñó este verso, ahora famoso: “Hay una grieta en cada cosa, pero por eso llega la luz adentro”. Ya que no podemos resistir habitualmente la manipulación de nuestra fe y la experiencia religiosa para hacerla trabajar en nuestro propio beneficio, Dios pone eventualmente un freno a ello. Como hizo con la Madre Teresa, Dios nos envía aplastantes noches oscuras que nos purifican, a pesar de nosotros mismos.