“No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones” (Sal, 71,9). De esta manera inicia el llamado del papa Francisco a reflexionar sobre la vida de nuestros ancianos dentro de la familia y la fecundidad del amor.
Un tema que se vuelve cada vez más apremiante en una sociedad que coloca a los ancianos como “cargas” y que paradójicamente trabaja en alargar la vida de las personas por medio de la tecnología y la medicina pero que no reconoce la bondad de la vejez.
Pensemos con detenimiento sobre la vejez pues por mucho que nos empeñemos en diferenciarnos, el tiempo nos unirá a todos en esta realidad. Desde esta perspectiva, quizá podemos recuperar el sentimiento de gratitud a nuestros mayores, sobre todo por-que nos enseñan el camino del tiempo y cómo transitar por él.
Evidentemente, si vemos a la vejez como una enfermedad, como una limitación o como una condición de discapacidad no podremos sentir la vejez como un regalo sino como una pesada carga económica y social. Coherente con el mensaje de una cultura de rendimiento que valora la utilidad bajo el presupuesto de que la función del ser humano es producir y generar riqueza, pero tremendamente incoherente con los derechos humanos más básicos.
El miedo a no “producir” o a no “ganar dinero” es un argumento que se ha instalado en nuestra cultura y desde ese temor, se puede comprender los fundamentos que soportan la soledad y el aislamiento de los ancianos.
La creencia de que los ancianos son “cargas” se intensifica cuando además se los considera “inadaptados” frente al mundo tecnológico y sus progresos. Si lo pensamos
con detenimiento, advertiremos muy pronto la perversidad de esta manera de pensar. Rendir no es un verbo que nos identifique como seres humanos, más bien es un verbo que nos concibe como un recurso de producción. Adaptarnos a la tecnología no es un tema de competencia o incompetencia, es un tema de pura funcionalidad y nos coloca en el campo de la “función” más que en el campo del “ser”.
Es verdad que nos hemos convertido en seres muy sofisticados con la tecnología y que esto ha desterrado a miles de personas a la “disfuncionalidad” pero recordemos que detrás de toda invención tecnológica siguen latiendo antiguos valores como la necesidad de comunicarnos, conocer y comprender el mundo; entretenernos y desarrollar nuestra curiosidad.
Quizá nuestros ancianos no sean hábiles con los medios tecnológicos, pero con seguridad serán maestros en los valores que laten detrás de cada desarrollo tecnológico. Ellos saben, no de segunda mano, es decir no por libros, por estudios o por consejos de otros, sino por propia experiencia lo que cada valor representa en la existencia humana.
Gracias a ellos, podemos observar la diferencia entre saber y conocer. Ellos no necesitan ser informados por expertos o acudir a cursos sobre realidades humanas como la salud, el dolor, el amor, la soledad, la tristeza, la alegría, la belleza, la esperanza, la religiosidad, etc. Ellos lo saben porque lo han comprendido a lo largo de su biografía.
Los ancianos son portadores de verdades profundas.
Evidentemente que la vejez no solamente es sabiduría, también puede ser el resultado de una vida compleja y desenvolverse como un tiempo de dolor, enojo, frustración y amargura. Pero incluso, en medio de esta realidad, los ancianos siguen siendo nuestros maestros, porque son espejos de nosotros mismos cuando nos proyectamos en el tiempo.
Dejemos de pensar en términos de “utilidad” para poder acceder a la vejez sin temor. Es erróneo creer que la vejez es una enfermedad o una discapacidad. Es erró-neo pensar que solo las personas autónomas y productivas son valiosas. Transformemos la mentalidad con la que nos relacionamos con nuestros ancianos. Tendamos puentes para que nuestros hijos aprendan de ellos.
Si no revisamos interiormente estos presupuestos con seriedad, seremos cómplices de una sociedad discriminatoria. Honrar a nuestros ancianos es honrar a todos los padres y madres de esta tierra. Si lo olvidamos, la soledad y el aislamiento de la vejez se convertirá en una norma y, con el tiempo, la sentiremos en nuestra propia vida. Asumamos la responsabilidad de comprenderlo para reconocer la dignidad del otro como sujeto del tiempo y al hacerlo, reconocer la nuestra.
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