Hace varios años, Hollywood hizo una película, City of angels, sobre un ángel llamado Seth, cuyo quehacer era acompañar a la vida futura a los espíritus de los recientemente fallecidos. En tal misión, esperando en un hospital, se enamoró de una joven y brillante cirujana. Como ángel, Set nunca ha experimentado el tacto ni el gusto; y ahora, profundamente enamorado, anhela tocar físicamente y hacer el amor con su amada. Pero este es su dilema: Como ángel con libre albedrío, tiene la opción de abandonar su estado angelical y convertirse en persona humana, pero sólo al precio de renunciar a su presente inmortalidad como ángel.
Es una decisión difícil: ¿Inmortalidad pero sin experiencia sensual, o experiencia sensual pero con todas las contingencias que la mortalidad terrena trae: debilitamiento, envejecimiento, enfermedad, muerte final? Elige esta última, renunciando a su estado como ángel inmortal, a cambio del placer que los sentimientos terrenales pueden traer.
La inmensa mayoría de la gente que contempla esta película -sospecho yo- alabará su elección. Casi todo en nuestros corazones nos mueve a creer que es frío e inhumano no hacer esta elección. La abrumadora realidad de los sentidos, especialmente cuando se está enamorado, puede hacer que todo lo demás parezca irreal, etéreo y lo segundo mejor. Lo que experimentamos a través de nuestros sentidos, lo que vemos, oímos, gustamos, tocamos y olemos es lo que resulta real para nosotros. Tenemos nuestra propia versión de Descartes. Para nosotros, lo que no admite duda es: ¡Siento, luego existo!
La espiritualidad, en casi toda tradición religiosa más relevante, al menos en su concepción popular, ha dicho aparentemente lo contrario. El espíritu ha sido declarado clásicamente (y a veces casi dogmáticamente) como por encima de los sentidos, como más alto, superior, una necesitada guarda contra los sentidos. El placer sensual, excepto por cómo fue honrado ocasionalmente en el reino de la estética, era denigrado siempre como furtivo, superficial y un obstáculo para la vida espiritual. Tomamos la advertencia de san Pablo de que la “carne codicia contra el espíritu” en el sentido griego y dualístico de que el cuerpo es malo, y el espíritu es bueno.
Hoy, en el mundo secularizado, lo opuesto parece verdadero. Los sentidos sobrepujan manifiestamente al espíritu. Ángeles secularizados, a diferencia de los ángeles religiosos de la antigüedad, hacen la misma opción que Seth. La aparente vaguedad del espíritu no es rival para la realidad de los sentidos.
Así, ¿cuál es más real?
Al cabo del día, eso es una falsa dicotomía. Tanto nuestros sentidos como nuestro espíritu ofrecen vida, ambos son muy importantes y ninguno actúa sin el otro.
Como cristianos, creemos que somos ambas cosas: cuerpo y alma, carne y espíritu, y que ninguno de los dos puede estar separado del otro. Somos mamíferos y ángeles, y en nuestra búsqueda de la vida, significado, felicidad y Dios, no deberíamos olvidar que somos ambas cosas. Nuestro espíritu está abierto a la vida sólo a través de nuestros sentidos, y nuestros sentidos proporcionan profundidad y sentido sólo porque están animados por el espíritu.
Todos sabemos las pocas cosas que el hombre, como mamífero, puede hacer, escribió una vez William Auden. Está en lo cierto; pero no sólo somos mamíferos, somos igualmente ángeles en parte; y, una vez que añadimos eso a la ecuación, entonces los muy limitados gozos de que los mamíferos pueden gozar (placer animal) pueden llegar a ser ilimitados gozos para nosotros como humanos en lo que podemos experimentar en amor, amistad, altruismo, estética, sexualidad, misticismo, comida, bebida, humor. Nuestros sentidos hacen reales estas cosas, aun cuando nuestro espíritu les da el sentido.
Y así, una sana espiritualidad necesita honrar ambas cosas: los sentidos y el espíritu. Los placeres ordinarios de la vida pueden ser profundos o superficiales, más místicos o más mamíferos, dependiendo de cuánto honramos lo que es espíritu y lo que es ángel en nosotros. Al contrario, nuestra espiritualidad y nuestras vidas de oración pueden ser reales o más de fantasía, dependiendo de cuánto las encarnamos en lo que es sensual y lo que es mamífero en nosotros.
Esto vale en toda esfera de nuestras vidas. Por ejemplo, la sexualidad puede ser profunda o superficial, más mística o más mamífera, dependiente de cuánto de ella es alma y cuánto de ella es meramente sensual; exactamente como puede ser desencarnada, estéril y meramente fantasiosa, dependiente de ella siendo también cuerpo y no sólo alma. Lo mismo vale para nuestra experiencia de la belleza, sea en nuestra vista, oído, tacto, gusto u olfato. Cualquier experiencia sensual puede ser profunda o superficial; dependiendo de cuánta alma hay en ella, justamente como cualquier experiencia de belleza puede parecer irreal e imaginaria si está demasiado divorciada de los sentidos.
Hace algunos años, yo asistía a un seminario sobre antropología. En cierto momento, el ponente dijo esto: “Lo que la psicología y la espiritualidad siguen olvidando es que somos mamíferos”. Como teólogo y escritor espiritual (y célibe), la verdad de estas palabras me impactó fuertemente. ¡Tenía razón! ¡Qué fácilmente olvidamos esto en los círculos religiosos! Pero los círculos religiosos también tienen razón al recordarnos firmemente que somos también un ángel.
El pobre Seth, el atormentado ángel de la película City of angels, no debería haber tenido que hacer esa elección.