¿Qué es lo que más mueve tu corazón? Recientemente me hicieron esta pregunta en un taller. Me pidieron que respondiera a esta pregunta: ¿Cuándo sientes de modo natural más compasión en tu corazón? Para mí, la respuesta resultó fácil: Me siento más movido cuando veo desamparo, cuando veo a alguien o algo incapaz de atender sus propias necesidades y de proteger su propia dignidad. Podría ser un bebé, hambriento y lloroso, demasiado pequeño para alimentarse y para salvaguardar su propia dignidad. Podría ser una mujer en un hospital, enferma, dolorida, moribunda, desahuciada, también incapaz de atender su propia dignidad. Podría ser un desempleado, con la suerte de espaldas, incapaz de encontrar trabajo, el extraño cuando parece que a todos los demás las cosas les van bien. Podría ser una niña pequeña en el patio de recreo, indefensa mientras se ríen de ella y es insultada, sufriendo afrenta. O podría ser un gatito, hambriento, abandonado, implorando auxilio con sus ojos, incapaz de maullar ni de atender su propia necesidad. El desamparo llama al corazón. Siempre me conmueve, en el lugar más blando de mi interior, el desamparo, la súplica de la finitud. Y sospecho que a todos nosotros.
Estamos en buena compañía. Esto es lo que movió a María, la madre de Jesús, en la fiesta de la boda de Caná, a acudir a Jesús y decir: “¡No tienen vino!”. Su respuesta aquí tiene diferentes significados. A un nivel, es una respuesta muy particular en una particular ocasión de la historia; está tratando de salvar de un apuro y un sofoco a los anfitriones de una boda. Sin duda, la escasez de vino se debió a alguna carencia por su parte, o a la escasez de dinero o a la falta de buena planificación; pero, de cualquier modo, sufrieron sonrojo ante sus huéspedes. Sin embargo, como con la mayor parte de las cosas en los Evangelios, este incidente tiene un significado más profundo. María no está hablando sólo para un particular anfitrión en una ocasión particular. Está hablando también universalmente, como la madre de la humanidad, Eva, haciéndose eco para todos nosotros de lo que John Sea tan acertadamente llama “los gritos de la finitud”.
¿Qué es la finitud? Lo finito, como podemos ver por la palabra misma, contrasta con lo infinito, con lo que no es limitado, con Dios. Dios solo es no finito. Dios solo es auto-suficiente. Dios solo no está nunca desamparado; y Dios solo nunca está necesitado de la ayuda de algún otro. Dios solo nunca está sujeto a enfermedad, hambre, cansancio, irritación, fatiga, decaimiento corporal ni mental, ni muerte. Dios solo nunca tiene que sufrir el oprobio de la necesidad, de quedarse corto en algo, de auto-expresión inadecuada, de no medir bien, de estar avergonzado, de ser insultado, de ser incapaz de ayudarse a Sí mismo y de tener que pedir silenciosamente con sus ojos que acuda alguien a ayudarle.
Todo lo demás es finito. Así, como humanos, nosotros estamos expuestos al desamparo, la enfermedad, la debilidad, la ceguera, el hambre, el cansancio, la irritación, la decrepitud y la muerte. Además, en todas estas cosas, también estamos expuestos a la degradación. Tantas de nuestras palabras y acciones son, al fin, gritos de finitud, gritos de auxilio, los gritos de un bebé por comida, por calor, por protección y por salvaguardarle de la degradación. Aunque somos infinitamente más sofisticados en nuestra humanidad, aún somos todos, a cierto nivel, como el gatito, suplicando con nuestros ojos que alguien nos dé de comer; y todas las afirmaciones de auto-suficiencia de los ricos, los fuertes, los sanos, los arrogantes y esos que aparentemente no necesitan ayuda son, al fin, nada más que intentos de mantener acorralado el desamparo. Sin importar lo fuertes y auto-suficientes que podríamos creernos que somos, la finitud y mortalidad no admiten excepciones. El cansancio, la enfermedad, la decrepitud, la muerte y las penosas hambres nos encontrarán, al fin, a todos nosotros. Nuestro vino también se agotará, al fin. Confiadamente, alguien como la madre de Jesús hablará en favor nuestro: ¡No tienen vino!
¿Qué lección nos da esto? Varias cosas:
Primera, reconocer nuestra finitud puede conducirnos a una auto-comprensión más sana. Conocer y aceptar nuestra finitud puede ayudar a calmar mucha frustración, inquietud y falsa culpa en nuestras vidas. Una vez, tuve un director espiritual, una monja mayor, que me desafió a vivir con este axioma: No temas, tú eres inadecuado. Necesitamos perdonarnos nuestras propias limitaciones, el hecho de que somos humanos, finitos, y somos incapaces de proporcionarnos, a nosotros y a los que están a nuestro alrededor, todo lo que necesitamos. Pero la inadecuación es una condición perdonable, no una falta moral.
Más allá de perdonarnos nuestro desamparo, reconocer y aceptar nuestra finitud nos desafiaría también a oír más claramente los gritos de la finitud que hay a nuestro rededor. Y así, si es el grito de un bebé, la humillación en los ojos de alguien que busca trabajo, los marchitos ojos de un enfermo terminal, o simplemente los suplicantes ojos de un gatito, nosotros necesitamos, como María, hacer nuestra su causa y asegurar que alguien los priva de la degradación cambiando su agua en vino al gritar: ¡No tienen vino!