"Nada tiene tanta significación doctrinal como los nombres con los que fueron designados los primeros discípulos de Jesucristo" . El nombre propio es, para un semita, un elemento esencial de la personalidad del hombre o de la mujer que lo lleva. El nombre constituye y define a la persona. Es su doble. la hace inteligible y la da a conocer por dentro. El nombre es no sólo una contraseña o un distintivo, sino también y sobre todo un lema, un programa de vida, la expresión de una vocación, de un destino o de un quehacer irrenunciable y una profecía en acción. El nombre manifiesta lo que el hombre es y lo que tiene que ser.
Salvarse es tener inscrito el nombre en el libro de la vida. Borrar el nombre de ese libro equivale, en el lenguaje bíblico, a condenarse, que es perderse para siempre. Hasta se llegó a pensar que el nombre tenía un poder mágico, una fuerza de encantamiento. Conocer el nombre propio de alguien -incluso el nombre de Dios- suponía tener sobre él cierto dominio y ejercer un secreto influjo.
En esta línea de pensamiento, resulta verdaderamente interesante y sugestivo recordar los distintos nombres que encontramos en los escritos del Nuevo Testamento para designar a los discípulos de Jesús de Nazaret. La lista completa de estos nombres expresaría, en síntesis deiva, la índole propia, el ser y las actitudes básicas del verdadero cristiano. Evocar estos nombres no es tarea difícil y puede ser aleccionadora y provechosa, aunque sólo se haga en forma esquemática.
-Cristianos.-Fue hacia el año 44 cuando "por primera vez y en Antioquía los discípulos tomaron oficialmente el título de cristianos" (Hech 11, 26). Este nombre designa a los que son de Cristo, a los que profesan su doctrina, siguen su ejemplo, tratan de imitar su vida, le pertenecen y se identifican con su persona. Este va a ser el nombre decisivo y definitivo, aunque sólo dos veces más aparece literalmente en el Nuevo Testamento . San Pablo emplea una expresión: "Los que son de Cristo" , poniendo el acento en la pertenencia a Jesús. El nombre de cristianos era considerado como un nombre "oficial", quizás demasiado solemne para usarlo en el trato ordinario. Es significativo que este título aparezca normalmente en los escritos de autores profanos .
-Discípulos.-Esta palabra, que no se encuentra en ninguna de las cartas de los Apóstoles, ni en el Apocalipsis, aparece unas 250 veces en los cuatro Evangelios y en el libro de los Hechos. Significa exactamente: "Aquél que aprende", es decir, el aprendiz. No es, pues, una situación pasajera, sino una condición existen¬cial, que abarca la vida entera. Y designa a los seguidores de Jesús, es decir, a aquellos que, respondiendo a su llamada, decidieron compartir su misma vida, acoger sus enseñanzas, imitar su ejemplo y mantenerse perpetuamente en actitud de escucha y de obediencia al Maestro. El discípulo no sigue a Cristo por su propia iniciativa, sino en respuesta a una llamada personal y nunca debe tener la pretensión de llegar a ser un día maestro. Debe seguir siendo perpetuo discípulo, en permanente actitud de aprendizaje, en docilidad activa, dejándose enseñar por Jesús, que es el único Maestro y la misma Verdad .
-Creyentes o fieles.- He aquí dos apelativos teoló¬gicos para designar a los discípulos de Jesús. Suponen ya una elaboración lógica y definen la actitud esencial de esos discípulos que es la fe, es decir, creer en Jesús. El cristiano es un "creyente". La fe le constituye esencialmente. Es su misma existencia. Y el objeto de esa fe no es una serie de verdades abstractas, sino la persona de Cristo, muerto y resucitado. "Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común" (Hech 2, 44). "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo co¬razón y una sola alma" (Hech 4, 32). Dios, dice san Pablo, "es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los fieles" (1 Tim 4, 10). Y el mismo apóstol exhorta a Timoteo y le pide que sea "modelo para los fieles" (ib. 12). El verdadero creyente es el fiel. No se contenta con oír la palabra de Dios, sino que la pone en práctica (cf Sant 1, 22).
-Santos o santificados.- Es éste uno de los términos más repetidos y, al mismo tiempo, uno de los que mejor expresan la condición propia y las exigencias morales del cristiano. Es un término, en cambio, poco comprensible para el hombre de hoy. Debe entenderse, claro está, en el sentido bíblico . Y siempre en relación con Dios . Es sinónimo del término consagrado, que traduce la palabra Mesías o Cristo y que define perfectamente a Jesús de Nazaret . El cristiano es, por definición, un consagrado, ungido y configurado con Cristo en su ser filial y fraterno. Y toda su vida debe ser un proceso ininterrumpido de configuración con el Cristo muerto y resucitado, es decir, un proceso de consagración. Esto implica y exige todo un comportamiento moral, unas actitudes básicas que le comprometen por entero y que podrían resumirse en el amor total a Dios y a los her¬manos (cf Mt 22, 37-40).
-Elegidos o escogidos.– La distinción entre religión y evangelio pone de manifiesto que, en el cristianismo, todo comienza siendo iniciativa y vocación de Dios. Nada arranca del hombre. Todo es gracia. Puro don gratuito. Dios llama al hombre en Jesucristo, excluyendo todo posible mérito por parte del mismo hombre. Y el hombre debe tener conciencia viva de ser "llamado" y "elegido". El sentido de vocación debe presidir toda su vida y ocupar el primer plano de su conciencia, y convertirse en agudo y permanente sentido de la gratuidad y de la gratitud .
-Amados de Dios o amigos.– La raíz y el motivo último de toda verdadera elección y vocación divina es el amor. Dios sólo llama y elige porque ama con amor personal. Y el hombre debe saberse amado y creer en el amor que Dios le tiene y que se ha hecho visible en Jesucristo. El hombre, para Dios, es un amigo. Y lo es por pura iniciativa y benevolencia del mismo Dios. Je-sucristo es la máxima expresión del amor de Dios al hombre. Por eso, es la máxima encarnación de su amistad. Jesús llama a sus discípulos amigos, porque les ama con el mismo amor con que a él le ama el Padre y les da la suprema muestra de amor entregando libremente por ellos su vida (cf Jn 15, 13 ss).
-Los que aman a Dios.- El cristiano no sólo es y se sabe amado por Dios, sino que, con la nueva capacidad que crea en él el Espíritu Santo, derramando en su corazón el amor (cf Rom 5, 5), ama también él a Dios y a los hermanos. El cristiano es un hombre que ama . El amor a los demás le constituye y le define y le convierte en discípulo de Jesús. Su amor es divino y humano, como el de Cristo. El amor fraterno es su distintivo esencial. "En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis los unos a los otros" (Jn 13, 35). El amor del Padre al Hijo y del Hijo a los hombres es el principio, el modelo y la garantía del amor de los discípulos entre sí. Nosotros podemos amar porque somos amados y el Espíritu de Jesús nos capacita para ese amor nuevo y original que él ha convertido en mandamiento suyo. "Nosotros amamos, dice san Juan, porque él fue el primero en amarnos" (1 Jn 4, 19). El verbo agapômen está en presente de indicativo. No es una exhortación a amar, sino la constatación de que amamos precisamente porque nos ama Dios.
-Hijos de Dios.- La filiación divina constituye la esencia misma de la vida cristiana. El cristiano es un hijo del Padre por una real participación en la filiación sustantiva del Hijo y en virtud de la presencia y acción vivificante del Espíritu Santo. "Somos hijos de Dios" (Rom 8, 16). "Todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gál 3, 26). "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbà, Padre! Y si tú eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios" (Gál 4, 6-7). "Ved qué amor nos tiene el Padre, que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos de verdad. Amados míos, ahora somos hijos de Dios" (1 Jn 3, 1-2).
-Hermanos.- La fraternidad es la misma filiación divina compartida. Por eso, también la fraternidad de¬fine esencialmente la vida cristiana. El cristiano es un hermano de todos los hombres. "Todos vosotros sois hermanos", dice Jesús a sus discípulos (Mt 23, 8). Cristo ha roto todas las fronteras que separaban a los hombres y ha infundido en todos el mismo y único Espí-ritu que, desde dentro, los anima y vivifica.