No deja de ser, sin embargo, una paradoja tanto pedir la paz para Jerusalén, ciudad de paz, cuando se oyen los rudos tambores de la guerra, cuanto decir a nuestro mundo: «La paz sea contigo», cuando el estrépito de las bombas de Afganistán o el derrumbamiento de las torres gemelas de Nueva York hieren aún nuestros oídos y lesionan nuestra retina. No deja de ser una paradoja cuando los corceles del terrorismo galopan por nuestras calles un día sí y al otro también. Una paradoja, cuando los pastores, los que estaban lejos y alejados, mueren de frío y de hambre en los suburbios y en descampado. ¿Qué hemos hecho con la paz? ¿Qué hacemos con la paz: con Cristo, que es nuestra paz?Delicado es el ramo de olivo. Cuidar, conservar, preservar, mantener son verbos que cortejan muy bien a la paz. Existe una bienaventuranza para los hacedores de la paz: «Dichosos los que buscan la paz, / porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Entendámonos. Esta bienaventuranza no va dirigida a quienes se horrorizan ante las disputas o las disensiones, sino que aman la tranquilidad y la calma. Las Misna, por ejemplo, sentencia: «Hay tres cosas cuyos intereses aprovechan en este mundo, y cuyo capital lo tiene adquirido para el mundo futuro: honrar padre y madre, practicar la misericordia y devolver la paz entre un hombre y su hermano» (Pea 1,1; cf. bShab 127a; Qid 40a), mientras que el Talmud celebra a Aarón como artífice de la paz: «Aarón amaba la paz, perseguía la paz y hacía la paz entre un hombre y su prójimo» (Tos. Sanh, 1,2 [415]). La paz, por tanto, es una obra de misericordia o un ejercicio concreto del amor al prójimo. No olvidemos que este amor está tan estrechamente unido al amor a Dios, que de este único mandamiento «pende la Ley entera y los profetas» (Mt 22,40). Si este mandamiento desapareciera, se nos derrumbaría todo el edificio bíblico. Nadie puede decir que ama a Dios, que ha cumplido todos los mandamientos si hace oídos sordos a las demandas del pobre que la pide. El evangelio apócrifo según los Hebreos comenta de este modo el texto evangélico de Mt 19,19: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo…», comenta, digo: «… ¿cómo dices: ’He guardado la ley y los profetas?’ Está escrito en la ley: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pues he aquí que muchos hermanos tuyos, hijos de Abrahán, están vestidos de estiércol y se mueren de hambre, mientras que tu casa está llena de bienes, sin que salga absolutamente nada de ella hacia los pobres» (K. Aland, Sinopsis Quattuor Evangeliorum, Stuttgart, 19685, 340). Desde este contexto rabínico y evangélico, los pacíficos son los «artífices de la paz.» «Las personas divididas por contiendas son personas desdichadas. Es necesario tenderles una mano, ayudarles a reconciliarse, restablecer la misericordia entre ellos» (J. Dupont, 1028s). Tal es la paz que viene de arriba: «pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía» (Sant. 3,13-18). Es, al fin y al cabo, una prolongación de la obra redentora del Señor, que reconcilió consigo todas las cosas «haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20b). Es necesario que la paz instaurada por el Padre, en virtud de la sangre de Cristo, abarque a todos los hombres, que todos vivan en paz entre sí. Los obreros de la paz tienen esta tarea. Si la afrontan, serán llamados «hijos de Dios.»
Mientras nos crucemos de brazos y nos desinteresemos del hermano que está peleado con su hermano, el nombre propio que nos corresponde es éste: «No-mi-pueblo.» Si media la «Compasión», y ésta nos convierte en artífices de la paz, allí donde antes se decía «No-mi-pueblo» se dirá ahora: «Hijos-del-Dios-vivo.» El ejercicio de la misericordia, que consiste concretamente en la reconciliación de los hermanos entre sí, trae consigo la imposición de un nombre nuevo, fiel reflejo de la nueva realidad. Leemos así en el libro del Eclesiastés (Sirácides):
«Dios te llamará su hijo,te hará misericordia y te salvará de la fosa;te amara más que tu madre»
Los artífices de la paz no se cruzan de brazos ni permanecen impasibles ante las disensiones que advierten entre los hermanos, sino que ponen en marcha toda la energía de su amor, para pacificar a quienes están tensos, distantes, o son contrarios, opuestos y también enemigos. La condición de hijos de Dios nos les consiente el sopor de la pasividad, cuando advierten que sus hermanos están divididos y enemistados. La filiación que esperan, cuando sepan de verdad lo que son, les acucia a ser ya ahora, ya aquí artífices de la paz. Es una forma de traducir la misericordia bienaventurada y de ser testigos del Dios de misericordia infinita, que ama «más que una madre».