Deseo ofreceros, mi reflexión acerca de los sentidos. Sorprende cómo, al tener presentes las diferentes narraciones de las apariciones de Jesús, se descubre la importancia que dan los Evangelios a la implicación de los sentidos; se confirma así que la resurrección del Señor no es una moción consoladora únicamente, sino una realidad de la que los discípulos de Jesús han sido testigos.
La exégesis de los textos, sin embargo, no debe caer en literalismo; la referencia a los sentidos hay que interpretarla también como recurso literario para explicar la experiencia teologal. En las experiencias místicas, se narra con toda certeza la visión y, sin embargo, se advierte que no es con los ojos del cuerpo. “Se ve con los ojos del alma muy mejor que acá vemos con los del cuerpo”. “Sin ver nada con los ojos del cuerpo, por un conocimiento admirable que yo no sabré decir, se le representa lo que digo y otras muchas cosas que no son para decir” (Santa Teresa, Moradas VI, 5, 8).
Quizá ésta sea la clave para comprender la diferencia que hay entre las diversas formas de ver o de mirar que explica el cuarto Evangelio, cuando dice que veían al Señor y no sabían que era Él.
De los numerosos textos que hacen alusión al ver, a los ojos, a reconocer, me han iluminado mucho dos de ellos, que transcribo:
“Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» – que quiere decir: «Maestro»” (Jn 20, 16).
“Pedro se vuelve y ve siguiéndoles detrás, al discípulo a quién Jesús amaba. Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?».” (Jn 21-20-21)
Cuando la persona está vuelta hacia el Señor, surge el reconocimiento, la admiración, la experiencia de la presencia, la emoción sensible, la certeza interior, por la que uno se atreve a proclamar que en verdad Cristo ha resucitado. En cambio, cuando se vuelve la cabeza para mirar a otro, aunque éste sea el discípulo predilecto, surge el agravio comparativo, la falta de libertad, el entretenimiento en argumentos que no aprovechan. Así le sucedió a Simón Pedro, cuando en vez de permanecer con los ojos puestos en el Señor, distrae su mirada en quien venía detrás.
La consigna pascual no es otra que mantener los ojos en el Señor, y nos sucederá como a los discípulos de Emaús, que de pronto se les abrieron los ojos y lo reconocieron cuando estaban a la mesa con Él.
“Así que en excusarlo no hay remedio ninguno. Dénosle la divina Majestad, para que sólo pongamos los ojos en contentarle y nos olvidemos de nosotros mismos, como he dicho, amén” (Santa Teresa, Moradas VI, 3, 18).