Imaginaos a una pareja joven intoxicada mutuamente en las primeras etapas del amor. Imaginaos a un neófito religioso enamorado de Dios, orando en éxtasis. Imaginaos a un joven idealista trabajando incansablemente con los pobres, inflamado y sediento de justicia. ¿Está en realidad enamorada esta joven pareja? ¿Se encuentra de hecho enamorado de Dios ese neófito religioso? ¿Está verdaderamente enamorado de los pobres este joven activista social? Cuestión nada fácil.
¿A quién estamos amando en realidad cuando tenemos sentimientos de amor? ¿Al otro? ¿A nosotros mismos? ¿El arquetipo y energía que el otro está llevando? ¿Nuestra propia fantasía de esa persona? ¿Los sentimientos que esta experiencia está desencadenando dentro de nosotros? Cuando estamos enamorados, ¿estamos de verdad enamorados de otra persona o estamos mayormente disfrutando en un maravilloso sentimiento que podría estar fácilmente desencadenado por otras incontables personas?
Hay diferentes respuestas a esa cuestión. Juan de la Cruz diría que es todas estas cosas; en realidad, estamos amando a esa otra persona, amando una fantasía que hemos creado de esa persona y disfrutando con el buen sentimiento que esto ha generado dentro de nosotros. Por eso, invariablemente, en un determinado momento de una relación, los poderosos sentimientos de estar enamorados ceden el paso a la desilusión; la desilusión (por definición) implica el desvanecimiento de una ilusión; algo era irreal. Así, para Juan de la Cruz, cuando estamos enamorados, el amor es en parte real y en parte una ilusión. Además, Juan de la Cruz diría lo mismo sobre nuestros sentimientos iniciales de fervor en la oración y en el servicio altruista. Son una mezcla de ambos: amor auténtico y una ilusión.
Algunos otros análisis son menos generosos. En su modo de ver, todo enamoramiento inicial, tanto si es de otra persona, como si es de Dios en la oración o en el servicio a los pobres, es principalmente una ilusión. Al fin, estáis enamorados de estar enamorados, enamorados de lo que la oración está haciendo por vosotros, o enamorados de cómo trabajar por la justicia os está haciendo sentir. La otra persona, Dios y los pobres son secundarios. Por eso, tan frecuentemente, cuando el primer fervor muere, eso hace también nuestro amor por su objeto original. Cuando la fantasía muere, eso da también la sensación de estar enamorados. Nos enamoramos sin conocer en realidad a la otra persona, y nos desenamoramos sin conocer en realidad a la otra persona. La palabra misma enamorarse (en inglés, literalmente, “caer en amor”) es reveladora. “Caer” no es algo que elijamos, nos sucede. La espiritualidad del Encuentro matrimonial tiene un eslogan inteligente acerca de esto: el matrimonio es una decisión; el enamoramiento, no.
¿Quién tiene razón? Cuando nos enamoramos, ¿cuánto es amor genuino por otro y cuánto es una ilusión en la que estamos mayormente amándonos a nosotros mismos? Steven Levine responde a esto desde muy diferente perspectiva y arroja nueva luz sobre la cuestión. ¿Cuál es su perspectiva?
El amor -dice él- no es una “emoción dualista”. Para él, siempre que sentimos auténtico amor, estamos, en ese momento, sintiendo nuestra unidad con Dios y con todo que es eso. Escribe: “La experiencia del amor surge cuando entregamos nuestro estado de separación a lo universal. Es un sentimiento de unidad… No es una emoción, es un estado de ser… No es tanto que ‘dos sean como uno’ cuanto que es el ‘Uno manifestado como dos’”. En otras palabras, cuando amamos a alguien, en ese momento, somos uno con él o ella, no separados, de modo que, incluso aunque nuestras fantasías y sentimientos puedan estar parcialmente envueltos en afectividad egoísta, está ocurriendo algo más profundo y más real que nuestros sentimientos y fantasías. Somos uno con el otro en nuestro ser; y en el amor, lo sentimos.
Desde esta perspectiva, el amor auténtico no es tanto algo que sentimos; es algo que somos. En su raíz, el amor no es una emoción afectiva o una virtud moral (aunque estas son parte de él). Es una condición metafísica, no algo que viene y va como un estado emocional, ni algo por lo que podamos optar o rehusar moralmente. Una condición metafísica es un hecho, algo en lo que estamos, que forma parte de lo que somos, constitutivamente, aunque podamos estar dichosamente inconscientes. Así, el amor, no menos el enamoramiento, puede ayudar a hacernos más conscientes de nuestro estado de no-separación, nuestra unidad estando con los demás.
Cuando sentimos el amor profunda o apasionadamente, entonces quizás (como Thomas Merton describiendo una visión mística que tuvo en la esquina de una calle) podemos despertarnos más de nuestro sueño de estado de separación y nuestra ilusión de diferencia, y ver la secreta belleza y profundidad de los corazones de otra gente: Tal vez, también nos habilitará para ver a los demás en ese lugar en ellos, donde ni el pecado ni el deseo ni el autoconocimiento pueden llegar: el centro de su realidad, la persona que cada uno es a los ojos de Dios.
¿Y no sería maravilloso -añade Merton-… “si pudiéramos vernos unos a otros así todo el tiempo?”.