Los peligros de autodefinirnos

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Hoy día -dada la rapidez y cambio de nuestro mundo, el cúmulo de información que se nos da por las nuevas tecnologías, la rapidez con la que el conocimiento pasa ahora por nuestras vidas, la creciente especialización y fragmentación dentro de una más alta educación y la siempre complejidad de nuestras vidas-, oyes ocasionalmente a alguien decir, por lo general, al poco de ofrecer una opinión sobre algo: “De todas maneras, ¿qué sé yo?”. Buena pregunta: De todas maneras, ¿qué sabemos nosotros?

Aparentemente, esto puede sonar a humildad; y, si soy sincero, sí que presenta cierto rasgo humilde. Pero esta especie de admisión tiene un fondo oscuro: De todas maneras, ¿qué sé yo? Verdaderamente, ¿qué podemos saber entre toda la complejidad y sofisticación de nuestro mundo?

Bien, nosotros podemos conocer nuestra propia luz, nuestro propio centro moral, nuestro propio corazón, nuestro propio centro místico. Por último, podemos conocer lo que nos es más real y más preciado, y esto es el más importante conocimiento de todos. Podemos conocer lo que es finalmente importante. Lo que sigue al iniciado conocimiento que tenemos de Dios -conocimiento de nuestra propia luz, de nuestro propio centro moral- es la cosa más importante que conoceremos en toda nuestra vida. Verdaderamente, conocer nuestro propio centro está íntimamente entrelazado con conocer a Dios.

Esto es algo que necesitamos destacar hoy, porque muchas fuerzas alrededor y dentro de nosotros conspiran para apartarnos de estar despiertos y atentos a nuestro propio centro más profundo, esto es, de estar en contacto con aquel que en realidad somos. Cuando somos honrados, admitimos qué difícil es ser genuinamente sinceros y qué difícil nos es actuar fuera de nuestro real centro, mejor que actuar fuera de nuestra ideología, opinión pública, moda, capricho, o fuera de algún prefabricado concepto de nosotros mismos que hemos ingerido de otros que nos rodean. Con frecuencia, nuestras actitudes y acciones no reflejan en realidad quienes somos. Más bien reflejan quienes son nuestros amigos, los periódicos y las páginas de Internet que hemos leído recientemente, y lo que los noticiarios y programas de entrevistas atraen nuestra atención. De igual modo, con frecuencia nos entendemos a nosotros mismos más por una persona que nos fue confiada por nuestra familia, nuestros compañeros de clase, nuestros colegas o nuestros amigos, que por la realidad que está en lo más íntimo de nosotros. Empezando desde la infancia, ingerimos diversas nociones de quienes somos: “¡Tú eres el inteligente!, ¡Tú eres el tonto!, ¡Tú eres un rebelde!, ¡Tú eres tímido!, ¡Tú eres egoísta!, ¡Tú eres miedoso!, ¡Tú eres torpe!, ¡Tú tienes una mente aguda!, ¡Tú eres un malgastador!, ¡Tú eres malo!, ¡Tú eres bueno!, ¡Tú estás destinado a cosas más altas!, ¡Tú serás una ruina!”

Y así, el desafío es estar en más sintonía con nuestra propia luz, con nuestros propio centro moral; estar más en contacto con aquello que nos es, en definitiva, lo más real y preciado. No es lo menos el desafío de resistir a la autodefinición, no imaginarnos a nosotros y actuar fuera de una imagen que hemos ingerido de nosotros mismos como el inteligente, el tonto, el rebelde, el tímido, el egoísta, el generoso, el malo, el bueno, el dichoso, el fracasado, el que necesita decir: “Pero, ¿qué sé yo, de todas maneras?”. ¿Cuál es el precio que tengo que pagar por hacer eso?

Primero, nuestra compasión y nuestra indignación vienen a ser entonces prescritas y selectivas. Alabaremos a cierta gente y algunas cosas, y seremos elogiados por otra gente y otras cosas no porque hablen a favor o en contra de lo que nos es más preciado de nosotros, sino porque hablan a favor o en contra de nuestra propia imagen. Cuando sucede esto, no sólo perdemos nuestra realidad, sino también nuestra individualidad. La ideología, la opinión pública, la moda, el capricho, el pensar en grupo y la hipercrítica, irónicamente, nos entierran en un mar de anonimato. En palabras de René Girard: En nuestro deseo de ser diferentes, inevitablemente acabamos en el mismo foso. Para ver la verdad de esto, uno sólo necesita fijarse en cualquier capricho humano, como llevar puesta hacia atrás una gorra de baloncesto.

¿Cómo podríamos definirnos saludablemente de modo que no nos desviemos de estar despiertos a nuestra luz propia? ¿Qué clase de autodefinición podría ayudarnos a liberarnos de la ideología? ¿Cómo podríamos pensar en nosotros mismos de manera que esa imagen nuestra que ingerimos en la niñez no nos retenga cautivos por más tiempo en nuestra adultez, de modo que seamos fuertes y sanos para no permitir, como dice William Stafford, que un simple encogimiento de hombros o una pequeña traición rompa nuestra frágil salud y envíe los enormes errores de nuestra atormentada niñez a flotar a través de los rotos diques?

 

No hay fácil respuesta, pero aquí va una sugerencia: al principio de su ministerio, cuando la gente estaba aún tratando de descifrar quién era, se acercaron a Juan el Bautista y le pidieron que se definiera: “¿Tú quién eres?”. Preguntaron: “¿Eres tú el Cristo?, ¿Eres Elías?, ¿Eres el profeta?”. Juan respondió que él no era nada de eso. “¿Quién eres, pues?”, insistieron. Juan respondió: Yo soy una voz que grita en el desierto. Sólo eso, nada más.

 

Bueno, esa es una sana auto-imagen y una verdadera humildad, sin el menor fondo oscuro.