Me educaron para ser cauteloso, física y moralmente: “¡Ten cuidado! ¡No cometas un disparate! ¡Cuídate! ¡No hagas nada de lo que tengas que arrepentirte!” Yo aspiré esas palabras, literalmente, en mis años de infancia, en mis años de formación en el seminario y en casi todos los años de mi vida sacerdotal.
De hecho ésas fueron las últimas palabras que me dirigió mi padre, uno de los hombres verdaderamente morales que he conocido. Estaba agonizando de cáncer en un hospital y, cuando mi hermano y yo le dejamos por la noche, sin imaginarnos que moriría antes de la madrugada, nos advirtió: “¡Tened cuidado!” Él se refería en ese momento a nuestro conducir hacia casa por carreteras heladas en invierno. Pero esta advertencia cautelosa marcaba su carácter, su sensibilidad moral y su saludable solicitud por nosotros, sus hijos; y tenía significado moral también: “¡Cuidado! ¡Caminad sobre seguro!” Ésta era su advertencia habitual.
Esas palabras forman parte ahora de mi carácter genético. Tú heredas de tu padre más que la simple biología, especialmente si eres suficientemente afortunado de tener un padre que era inflexiblemente moral. Y esa cautela me ha servido mucho en la vida. Por ello estoy muy agradecido. He conseguido vivir sano e intacto, física y moralmente, más de la mitad de un siglo. No es pequeño don.
Pero esa cautela estricta lleva consigo, a veces, otras consecuencias por las que estoy menos agradecido. Uno puede estar sano e intacto, pero tan cauteloso y tímido, que el temor, más que el amor, se convierte en la brújula de tu vida. Los gajes del oficio de estar siempre escrupulosamente seguro consisten en que uno puede fácilmente acabar como el hermano mayor del hijo pródigo, es decir, rígidamente fiel en todo, pero crítico, envidioso y celoso, amargado de corazón, intransigente en dogma y moral, y, mientras tanto, sintiendo una cierta envidia de los “a-morales” y viéndose demasiado paralizado interiormente como para danzar de verdad. A veces, una larga cautela practicada en nuestras acciones contribuye a tener un corazón que es más cauteloso que generoso, más envidioso que afirmativo y más crítico que dispuesto al perdón. A veces, también, la cautela excesiva conduce a tener un corazón que entiende el amor y el perdón como algo que debe ser merecido, más que dado o recibido gratuitamente. Con demasiada frecuencia también, la excesiva cautela da como resultado un corazón que siente un secreto regocijo cuando las cosas les van mal a los que no viven como nosotros. No siempre ocurre así, pero puede ocurrir fácilmente y, hablando con franqueza y humildad, a mí también me ha ocurrido algunas veces en mi propia vida.
Unas preguntas que nos interpelan: ¿Estamos acaso viviendo con excesiva seguridad? ¿Tenemos acaso el valor de mirar con auténtica honestidad a nuestras inhibiciones, celos y envidia, y a nuestros berrinches bendecidos religiosamente? ¿Sentimos que nuestras vidas se ven impulsadas más por el temor que por el amor? ¿Podemos participar gozosamente en la danza, sin crítica y amargura? ¿Nos perciben otros como rígidos? ¿Cuándo fue la última vez que realmente pudimos perdonar a alguien que nos hirió? ¿Se caracterizan realmente nuestras vidas por el amor y la generosidad, o más bien por el temor y la protección de uno mismo?
El peligro de vivir demasiado seguro es que, a veces, cuando pensamos que estamos defendiendo la vida, estamos realmente defendiendo la pobreza de nuestras propias vidas; a veces, cuando pensamos que estamos defendiendo la virtud, estamos defendiendo realmente nuestras inhibiciones y temores; y cuando pensamos que estamos hablando en favor de la saludable preocupación de Dios por el mundo, estamos -como el hermano mayor del hijo pródigo del evangelio-, hablando realmente de nuestra envidia camuflada y oculta.
El héroe protagonista de la película “Charriots of Fire” (en español, “Carros de Fuego”), joven de maravillosos principios morales, era corredor olímpico, quien, por sensibilidad religiosa, rehusó participar en una carrera olímpica programada en domingo, aun cuando era él fuerte favorito para ganar la medalla de oro. Hubiera sido fácil juzgar negativamente su acción como fruto de rigidez moral y religiosa. En el caso de algún otro pudiera ser verdad. No lo era en el caso de Eric Liddell. ¿Por qué? Porque no le impulsaba ni el miedo ni la rigidez. Le impulsaba el amor. “Cuando corro”, dijo sorprendentemente, “siento que agrado a Dios”.
A veces me formulo a mí mismo la misma pregunta con referencia a mis inhibiciones morales y religiosas: ¿Acaso agrada a Dios mi cautela? ¿Disfruta Dios con mis sacrificios? ¿Disfruta con mis ansiedades sobre los fallos morales del mundo? ¿O está el Padre a mi lado –como hizo una vez con el hermano mayor del hijo pródigo-, fuera de la celebración, suplicándome que afloje un poco mi rigidez, que entre y me una a la fiesta y al baile?
Estoy enormemente agradecido por la educación que recibí, a pesar de la actitud de reserva congénita que dejó en mí. Es bueno ser cauto. Es una forma responsable y bonita de vivir. Pero cada vez me vuelvo más honesto acerca de sus peligros. La mayor parte del tiempo permanezco bastante sano, pero algunas veces siento que soy más tímido que generoso, más cuidadoso de mí mismo que cariñoso con otros, más envidioso que saludablemente solícito y amable. Algunas veces la cautela me achica el corazón. La cautela y la seguridad son también peligrosas.