El matrimonio, aunque devaluado, sigue siendo un hueco por el que se cuela el destello de un Dios que sale al paso donde hay fidelidad y amor personal.
Las mejores cosas son, a veces, las más devaluadas. Hoy el matrimonio se cotiza poco en la bolsa de valores humanos, aunque las puertas de las Iglesias sigan salpicadas de arroz. Parece que en el mercado están irrumpiendo con fuerza otros productos como las parejas de hecho o los matrimonios con fecha de caducidad. Pero sigue siendo una gran cosa. Es nada menos que un sacramento en medio del mundo, un hueco por el que se sigue colando la luz de Dios para todo el que tenga ojos para ver. La cosa no es retórica.
En una red invadida por crecientes internautas, seducidos por la comunicación impersonal entre personas, el matrimonio aparece como una experiencia de verdadero encuentro. Hay matrimonio donde un hombre y una mujer se han mirado a los ojos y han reconocido el misterio que los habita. Dos seres han superado la barrera de la superficialidad, la fuerza centrípeta del egoísmo y se han reconocido como sujetos. Este es un momento de génesis: «He ahí el hombre», «He ahí la mujer».
Cuando ambos se reconocen están poniendo de relieve su condición de personas. De esta manera, sin pretenderlo, contribuyen a humanizar un mundo que tiende a reducir los seres humanos a objetos controlables. Él y ella no son, en rigor, los protagonistas de ese hecho. Son, más bien, testigos de una visitación. Donde hay amor personal un destello de Dios sale al paso.
Hay matrimonio donde hay fecundidad, donde el amor personal supera la tentación de un egoísmo a dúo. Los hijos son su expresión suprema. Tal vez en algún momento de la historia alumbrar hijos haya podido ser un ejercicio irresponsable. Hoy, en este cuadrante del globo en el que nos ha tocado vivir, es un verdadero gesto profético. El amor fecundo es una protesta contra todas las muertes que gangrenan nuestro cuerpo social: el interés desmedido, la violencia, el aburrimiento, el sinsentido. Es una victoria sobre las preocupaciones obsesivas por el futuro, sobre la vejez que atenaza a nuestras sociedades. Es simultáneamente una apuesta por la vida. Los hijos que son fruto del amor
matrimonial nos están diciendo que sigue valiendo la pena vivir. La fecundidad es, ciertamente, un hecho biológico, pero es, sobre todo, una disposición en favor de la vida, de toda vida. ¿No es maravilloso que un hombre y una mujer se conviertan así en auténticos biófilos cuando tantos menosprecian este don y, al mismo tiempo, en humildes bióforos cuando las manipulaciones están a la orden del día? Donde hay vida un destello de Dios sale al paso. Un matrimonio deliberadamente infecundo está desperdiciando su dote sacramental para hacer de este mundo un símbolo del Reino de Dios.
El matrimonio se asienta sobre un amor fiel. La fidelidad es una flecha que recorre el futuro, es una osadía. Pocos creen en la fidelidad porque pocos creen en el Dios que nunca retira sus dones. Y, sin embargo, donde el amor matrimonial no asume el riesgo del futuro no existe auténtico matrimonio. Cuando un hombre y una mujer viven un amor fiel en medio de las tensiones ordinarias están permitiendo que Dios revele su manera de ser. La fidelidad matrimonial es el piso-piloto de esa fidelidad sin fisuras que es Dios mismo.
El sacramento no inventa nada. Casarse «por la Iglesia» sitúa todo en su más verdadera perspectiva. El sacramento es la gracia de Dios hecha amor personal, fecundo y fiel en la unión entre un hombre y una mujer. El sacramento hace que lo que puede ser reducido a una carga insoportable quede convertido en un verdadero don.