Hoy no resulta de mal gusto apuntarse a título privado a alguna creencia, con tal de que ésta se aposente en las entretelas sentimentales
Ayer fue, entre otras cosas, hippy. Yo lo vi desgarbado en los fotogramas de «Jesucristo Superstar» y le escuché decir que tenia fe cuando empezó, pero que ahora estaba triste y cansado, que su camino de tres años le parecía que había durado más de treinta. Ayer fue también revolucionario.
No olvido los posters que contenían su ficha policial y otros más duros en los que aparecía empuñando una metralleta de guerrillero indignado. Así que no me choca nada que hoy, en tiempos de corrupción, de desastres ecológicos y de insolidaridad, aparezca como el «manos limpias», con una pegatina en la frente que dice «¿Nuclear? No, gracias» y otra en el antebrazo en la que se lee «0,7 ya». También hoy podría exhibirse su ficha policial con tal de que se actualizasen un poco los cargos. Habría que acusarlo por lo menos de insumiso, amigo de enfermos de Sida y quizá de pertenecer a una o varias Ong’s.
Sí, Jesús de Nazaret, representa, tanto ayer como hoy, al hombre utópico. Es una cifra, una cumbre, un sueño. Y lo es para los que confiesan su nombre en el seno de las iglesias y para muchos otros que lo admiran al margen de ellas y frecuentemente contra ellas. Por eso unos y otros proyectamos en él nuestros anhelos al mismo tiempo que lo sometemos a un proceso de encarnaciones sucesivas. Lo trasplantamos cada dos por tres de escenario, le alteramos el maquillaje y le inventamos motes nuevos. Al final, después de jugar tanto, acabamos por hacer de él una realidad virtual. Nos resulta indiferente que naciera en Palestina o en el Bronx neoyorquino, que llamara a Dios Abbá o que lo invocara con cantos védicos. En el supermercado de los religiosos y en la noche oscura del subjetivismo todos los cristos son pardos.
Esto no sucede sólo con los que hermanan la cruz al cuello y la navaja en el bolsillo por cualquier esquina de Malasaña. Puede sucedemos a nosotros, que hemos sido bautizados en su nombre y pertenecemos a su comunidad. Y muchos no ven en los creyentes una «comunidad estremecida» por
la huella del Viviente sino un grupo inerte que no sabe bien a quién sigue. Quizá podríamos continuar siendo lo que somos sin ninguna referencia explícita, personal, a Él. Hasta podríamos reunimos en su nombre sin sentirnos afectados por su misterio.
Participamos, en una medida superior a la que estamos dispuestos a admitir, de la atmósfera fragmentada que respiramos.
Por un lado, nos conducimos en muchas áreas de la vida cotidiana como si este Hombre y su evangelio fueran realidades caducas. Por otro, seguimos considerándonos de los suyos. Hoy, superadas intolerancias pasadas, nadie nos lo va a echar en cara. No resulta de mal gusto apuntarse a título privado a alguna creencia, con tal -eso sí- de que ésta se aposente en las entretelas sentimentales no afecte mayormente a las opciones y a las conductas.
Se lo oí hace más de quince años al hermano Roger de Taizé: «Tú que buscas a Dios, ¿lo sabes? Lo esencial es la acogida de su Cristo». No es nuevo, pero es certero. En este supermercado religioso en el que vivimos, el que busca a Dios sinceramente no puede hacerlo sin acercarse a su sacramento por excelencia. De lo contrario acaba desbordado. La «vuelta al sacramento-Jesús» nos libera de las crecientes propuestas esotéricas, de las meras proyecciones utópicas, de los cansancios y rutinas eclesiales. Volver a Jesús a la altura de los treinta, de los cuarenta o de los cincuenta años es abrirse a Dios de otra manera, construir la propia humanidad desde otros presupuestos. No podemos sabernos de memoria los nombres de los jugadores de primera división e ignorar los evangelios.