Donde hay eucaristía, hay asamblea, presidente, Palabra, pan y vino, necesitados, signo de los tiempos. Si me quitan la eucaristía acaban conmigo
Una mole de hormigón y ladrillo cubre la pradera donde se asientan hoy los comensales. Los de ayer, recostados en grupos de cien y de cincuenta, soñaban que el Nazareno les pusiera en marcha un país soberano. Lo soñaron hasta en la cena de despedida. Los de hoy, alineados en bancos paralelos, se conforman con que les mantenga su tono vital en medio de un ritmo acelerado. En ambos casos, el anfitrión no se contenta con cubrir el expediente: se da a fondo perdido. No sólo les invita a comer, que ya es signo de amor, sino que se les entrega como comida: «O sacrum convivium in quo Christus sumitur». Ante tamaña osadía ya no hay reacción cafarnaítica. A lo más, un poco de rutina.
En medio de la ausencia -¿dónde puedo encontrar hoy a Cristo?- he aquí un destello en que el pasado, el presente y el futuro se funden en un memorial de intensiva presencia. Hace falta estar muy ciego para no percibir la hermosura de su rostro y la huella de su pie resucitado. Helo ahí en la asamblea que se congrega cada domingo o cada día para recibir su dosis de pan y de palabra.
Helo ahí, cargado de arrugas y recuerdos o con las hormonas bailando el ritmo adolescente.
Helo ahí en medio de esa humanidad que huele a conformismo y a búsqueda sincera a partes iguales.
Helo ahí porque Él lo ha dicho: donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Helo ahí en el que preside, débil de los pies a la cabeza, vestido de blanco y aprendiz de servidor, mano trémula y visible de un Amigo misterioso.
Helo ahí en la palabra que se extrae del cofre arcano y vivo de las Escrituras, de esa Palabra que permanence para siempre.
Helo ahí hablando por la boca de Moisés y de Pablo de Tarso, con el estilo llano del evangelio de Marcos y con la elegancia de la carta a los Hebreos.
Helo ahí porque Él lo ha dicho: quien acoge mi palabra a mí me acoge.
Helo ahí en la encarnación diminutiva del pan y del vino, frutos de la tierra y de la artesanía, hechos trampolín simbólico de un alimento sin fecha de caducidad.
Helo ahí porque Él lo ha dicho: quien come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna.
Helo ahí, ignoto y estadísticamente inmenso, en esa turba de necesitados que lo mismo pasan hambre, que son encarcelados o que se entierran vivos en una depresión.
Helo ahí porque Él lo ha dicho: lo que hicisteis con uno de estos pequeños conmigo lo hicisteis.
Helo ahí cruzando de parte a parte esta realidad del mundo que ha sido inyectada de resurrección hablando la lengua de los signos de los tiempos, que hoy suena lucha por la paz y la justicia y mañana diálogo interreligioso o liberación de la mujer.
Helo ahí, invisible y terapéutico, en ese concentrado de presencias que es la eucaristía, cumbre y fuente de toda vida cristiana. Donde hay eucaristía hay asamblea, presidente. Palabra, pan y vino, necesitados, signos de los tiempos.
Helo ahí, pues, hecho vitamina del mundo en el gesto millonariamente repetido de tomar el pan, pronunciar la acción de gracias, partirlo y entregarlo.
¿Quién puede ser de los suyos al margen de este milagro cotidiano?
¿Quién va a partirse el tipo desenganchado del Único que se lo ha partido hasta el final?
Si me quitan la eucaristía acaban conmigo. No me quejo de que me manden participar. Lamentaría no poder hacerlo. Jamás la concibo como una carga. La necesito como un alimento. A veces la reduzco a rutina y consumo individual, pero ella se rebela nueva y comunitaria. Cuando la restrinjo a refugio emotivo, ella me lanza en medio del dolor del mundo. Herido por las espinas de la vida, se torna bálsamo saludable.