Si los sociólogos detectan que una buena parte de los bautizados viven un cristianismo desinstitucionalizado, por algo será.
Es inevitable. En un momento u otro del proceso de la fe, la Iglesia sale siempre perdiendo. ¡Esa desconfianza atávica hacía los intermediarios! No sólo hoy, que los medios de comunicación se encargan de difundir sus arrugas, por bellas que a veces sean. También en la Italia del siglo XV, cuando corría el dicho de que para ¡r al infierno con seguridad bastaba hacerse fraile. Y en la España del XIX, ahíta de soflamas liberales contra los eclesiásticos reaccionarios. ¿Quién está en condiciones de cargar con una mole de dogmas, ritos y cánones cuando estamos llamados a relacionarnos con Él «en espíritu y verdad»? Digamos en alto lo que muchos piensan en sus adentros: ¡Estamos hartos de tener que buscar a Jesús horadando los compactos muros de su comunidad!
Si los sociólogos detectan que una buena parte de los bautizados vive un cristianismo desinstitucionalizado por algo será, no sólo por la humana propensión hacia bajuras. Es verdad que ya no saltan chispas como hace un cuarto de siglo. Ahora la gente simplemente, suavemente, ubérrimamente se desengancha. O -como dice también la sociología religiosa- se engancha a unas pocas cosas y se desengancha de otras, sin especial conciencia de infidelidad. ¡Que cada cual se las componga como quiera y pueda!
Entonces, ¿qué hacer?: ¿Desplegar toda la artillería diciendo que Jesús quiso/fundó la Iglesia y que, sea como fuere, sigue siendo sacramento de salvación? ¿Insistir en que todos somos esa iglesia y que no se puede siempre estar tirando piedras contra el propio tejado? ¿Considerar que esta desafección es sólo -y siempre- una etapa histórica y que las aguas acabarán volviendo a su cauce? ¿Contraponer grotescamente una iglesia «de arriba» (cerrada, rica, enferma) a una iglesia «de abajo» (abierta, pobre, sana)? También de estos discursos estamos hartos. Primero fue «Cristo sí, Iglesia no». Corrían los años 60. Luego vino el «Dios sí. Cristo no». La superación de los rasgos tribales nos introdujo posteriormente en el «Religión sí, Dios no». En la década de los 90 hemos llegado al lema «Espiritualidad sí, religión no».
Escuchando la música de Enya y dejándonos seducir por las ideas de conciencia universal, parece que hemos arribado a un mar espiritual sin límites, en el que uno puede navegar libremente sin toparse con mucho menos eclesiales. ¿Cómo realizar, en este caso, un viaje de vuelta que nos permita redescubrir la fuerza sacramental de la Iglesia? ¿Cómo encontrar las huellas del Resucitado en su comunidad? En tiempos evanescentes no hay más remedio que una sobredosis de encarnación. Uno puede componer un Cristo gnóstico a la medida de sus proyecciones mentales. Una tarde junto al lago de Genesaret o una meditación serena del evangelio de Marcos le devuelven los perfiles de ese hecho bruto que es Jesús de Nazaret. También uno puede menospreciar la Iglesia o sentirse desenganchado de ella. Un sencillo grupo de creyentes en torno al pan y al vino puede servir de antídoto. La eclesialidad nace siempre como las violetas: discreta y olorosamente. Por otra parte, quien se encuentra con Jesucristo descubre a su Iglesia porque no existe un Jesús descoyuntado. Es inevitable. En un momento u otro del proceso de la fe, la Iglesia siempre sale ganando. ¡Esa necesidad cristiana de sacramentos! No sólo hoy, que los medios de comunicación se encargan de mostrarnos su difusión. También en la Roma del siglo I, cuando la Iglesia fue venero de mártires y rubricó con su sangre la fe en el Resucitado.