Se hace en la vida cotidiana y se celebra en el sacramento. Es el abrazo que termina con la ruptura. Tan discreto y olvidado, pero tan necesario.
Entras en la iglesia y te topas con el altar. Helo ahí enhiesto sobre el presbiterio. Es un símbolo del sacramento rey, la eucaristía. En algún rincón debe de haber un habitáculo minúsculo, protegido por la penumbra, confundido a veces con la decoración del conjunto. Es el confesonario. O sea: el recinto aislado dentro del cual se coloca el sacerdote para oír las confesiones. El contraste salta a la vista.
Confesión, penitencia, reconciliación: tres nombres para un sacramento discreto y olvidado. Los tres nombres se quedan cortos para expresar la riqueza de este rito incómodo pero deseado, vivido simultáneamente con desgana y con inmenso gozo, exageradamente exaltado en ocasiones y arrinconado en otras. Pero la confesión es un momento de encuentro. Y necesario. Es la manera humana de poner nombre a la propia inconsistencia, a los fondos oscuros, al pecado. Esta es siempre una actividad dura pero sanadora. Un demonio con nombre es un demonio que empieza a batirse en retirada. En nuestra vida ordinaria tenemos palabras y ritos para hablar del nacimiento y de la muerte, de la guerra y de la paz, del matrimonio, de la aventura, de la enfermedad. Pero, a menudo, ignoramos los nombres de las fuerzas internas que mueven nuestros corazones, nuestras vidas.
Por eso resulta difícil catalogar nuestros demonios interiores. Y, sin embargo, la gracia del sacramento pasa por esta terapia humana. Suprimir la confesión en aras de la facilidad es hacer del sacramento un rito impersonal, un puro trámite declarativo, pero no una experiencia de gracia ligada a una liberación también humana. Encasillar la confesión con normas estrictas sobre lo que se debe y lo que no se debe decir, atornillar la conciencia con minucias procesales es harina de otro costal. «El miércoles celebraremos la penitencia». La penitencia es un elemento más del proceso que, sin embargo, ha acabado prestando su nombre al todo. Donde hay perdón se ama más. El amor engrandecido tiende a expresarse de forma significativa. Una larga tradición de penitencias rutinarias ha devaluado este elemento.
Valorar este sacramento como experiencia de gracia «en el camino» significa hacer un esfuerzo por recuperar sus mejores elementos educativos. Quien es perdonado es ayudado a vivir «de otra manera». No hay verdadera experiencia de gracia que no implique una sobredosis de libertad, un entrenamiento paciente para la vida cotidiana.
Reconciliación es seguramente uno de los términos que mejor expresa la riqueza del sacramento. Indica la restauración de un derrumbe, el encuentro tras la separación, el abrazo que acaba con la ruptura.
Hablar así supone entender la vida cristiana como una experiencia de encuentro interpersonal. Dios es un Tú que acoge el pequeño tú que somos cada uno.
¿Por qué los cristianos celebramos poco este sacramento? Para algunos la razón principal es la pérdida del sentido del pecado y, naturalmente, de lo que Dios y su gracia significan. Para otros, la causa es la convicción de que Dios nos perdona de muchas maneras y no necesariamente a través de un sacramento. Cada uno se sirve el perdón que necesita en el inmenso autoservicio del «mercado religioso» sin trámites ni ritos.
En el fondo, tanto el abandono de este regalo como la perspectiva individualista desde la que con frecuencia se lo contempla, están indicando la gran necesidad que tenemos de comprender nuestra identidad cristiana dentro del pueblo de Dios. Dime en qué Dios crees, a qué Iglesia perteneces, y te diré cómo es tu sacramento.