Después de haber contemplado hasta qué extremo los relatos de Pascua implican los sentidos corporales, con la clara intención de acreditar la resurrección de Cristo, podemos también sumar el interés de los autores sagrados en redactar los acontecimientos con el protocolo del testimonio válido.
Para que algo pueda ser demostrado como verdadero debe contar con la declaración de, al menos, dos testigos. Si recordamos los pasajes evangélicos que dan noticia de la resurrección de Jesús, comprobamos que en muchos de ellos aparecen dos o más testigos.
“… estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón.” (Mc 16, 14) “… los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron.” (Mt 28, 17) Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos.” (Jn 21, 2. 12)”
“Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente».” (Jn 20, 26-27)
No se puede forjar una historia falsa refiriéndose a tantos testigos. Estamos seguros. Pedro y Juan suben al templo y dan testimonio de la verdad de la resurrección.
En este contexto se comprende que los textos de Pascua, además de poner por testigos acreditados a los Apóstoles, además de lo que afirmaron las mujeres, refuercen el argumento porque no sólo vieron al Señor, sino que lo abrazaron, escucharon sus palabras, comieron y bebieron con Él.
San Juan, en su carta, llega a afirmar:
Al final, como Santo Tomás, desmontadas todas nuestras posibles reservas, podemos reconocer a Jesús resucitado: “Señor mío y Dios mío”.