1. El oro de los magos (Mt 2,11)
Reparemos, sin embargo, en el incienso y en la mirra; ambos son especias aromáticas. El evangelista adelanta a los orígenes de la vida de Jesús algo que figura en las inmediaciones de la muerte. La mujer anónima o la mujer de Betania se acercó a Jesús llevando consigo «un frasco de alabastro, con perfume muy caro, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús mientras estaba a la mesa» (Mt 26,7). Esta mujer identificó a Jesús con el esposo y lo ungió para la sepultura, ante la muerte inminente. En efecto, el encuentro de la esposa con el esposo, según el Cantar, se desarrolla en un ambiente sumamente aromático (1,12-13). Habría sido normal que la mujer ungiera los pies de Jesús, como solía hacerse con el huésped, recibido por el anfitrión tras un largo camino. Pero la mujer unge la cabeza de Jesús como si se tratara de un rey o de un sacerdote. Efectivamente, es un rey que está a punto de emprender la última batalla, o un sacerdote que se apresta para la ofrenda sacrificial. Habrá de enfrentarse con la muerte y tendrá que subir al altar para ofrecer el sacrificio definitivo. La mujer anónima unge a Jesús, cercano a la muerte, porque ha descubierto en él al sacerdote-rey o al esposo. Como rey será el vencedor del combate; como sacerdote habrá ofrecido el sacrificio grato a Dios; como esposo se unirá definitivamente a la esposa. Es decir, la mujer anónima o de Betania unge a Jesús, vencedor de la muerte. La mujer no ha dudado en gastarse una fortuna para ungir a Jesús: el perfume bien podía costar más de trescientos denarios: el salario anual de un trabajador. Esta mujer ha entendido muy bien el sentido y significado de los bienes, así como ha identificado atinadamente a Jesús. Por eso pertenece al núcleo evangélico, como declara Jesús: «Dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mc 14,9).
Retorno a la escena de los magos. Rostro en tierra, entregan a Jesús sus dones. Jesús, recordémoslo, es un «paidíon», un chiquillo. En la sociedad del tiempo de Jesús, el «chiquillo» es el último de todos; tiene como oficio ser el servidor de todos. Jesús lo ejemplificará. Cuando los discípulos se preguntan: «¿quién es el mayor?», y discuten entre sí, Jesús estrecha entre sus brazos a un niño («paidíon»), y se identifica con él de tal suerte que llega a decir: «El que reciba a un niño («paidíon») como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a Aquel que me ha enviado» (Mc 9,37). He ahí un ejemplo y unas palabras que son la mejor explicación de la nueva prelacía: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35); es decir, sea un «paidíon». Los magos, en consecuencia, donan el oro regio a un «chiquillo». Acuden con valiosos perfumes para entregárselos a un insignificante chiquillo, acechado por la muerte ya desde la cuna. Reconocen en este niño a alguien que se parece a Salomón –los evangelios dirán posteriormente que es «más que Salomón» (Mt 12,42)–. Las riquezas de los magos se convierten en don-regalo hecho a un pobre perseguido, acechado por la muerte ya desde la cuna. El niño, obsequiado por los magos, es «el último de todos y el servidor de todos», como compete a un «chiquillo». Precisamente por ser un «chiquillo» es el mayor de todos. Tan magna es su grandeza que los magos lo identifican con el esposo y con el rey vencedor del enemigo mortal; también con el sacerdote que entrará en el Santuario a través del velo de su cuerpo. Dicho brevemente: los magos se desprenden de sus riquezas, convertidas en dones, no por austeridad, sino porque han encontrado el máximo valor de su existencia: Cristo, el Señor. ¿No es ésta la razón profunda de nuestra pobreza religiosa? ¿No es el hallazgo de Cristo, y su identificación con un «chiquillo», lo que da sentido al destino de nuestros bienes? Recordémoslo: queremos, debemos poner nuestros bienes al servicio de la misión que se nos ha confiado en la Iglesia.
Para pensar
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