Los tres dineros (I)

Antes de llegar al sermón de la montaña, el evangelista Mateo habla del dinero o de los bienes en tres ocasiones: los magos vienen de Oriente cargados de regalos con el propósito de adorar al rey nacido en Belén (Mt 2,11). Es la primera escena del tríptico. En la segunda escena, el evangelista nos lleva al desierto y nos sitúa ante un personaje lleno de poder o de riqueza de toda índole: desde la más íntima a la más externa, desde la inapreciable –porque excede toda valoración– a la sumamente ostentosa (Mt 4,1-8). La tercera escena del tríptico se desarrolla en el mar de Galilea. Los pescadores trabajan sin descanso con tal de obtener la riqueza elemental que sea el sustento de su vida (Mt 4,16-22). Examinemos más de cerca cada tabla del primer tríptico.

1. El oro de los magos (Mt 2,11)

La antigua profecía describe el esplendor de Jerusalén, postrada cuando escribe el profeta. Días llegarán, dice, en los que una muchedumbre abigarrada venga a Jerusalén, trayendo consigo una inmensa riqueza: «Todos ellos vendrán de Sabá, llevando oro e incienso y pregonando alabanzas a Yahvé» (Is 60,6). Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Los magos procedentes de Oriente no se encaminan hacia Jerusalén con la finalidad de conquistar el mundo. Se asemejan a la reina que vino de Sabá, trayendo consigo abundantes riquezas que entregó como dones (no como tributo) al rey Salomón. La reina, como los magos, retornó a su tierra –junto con sus siervos– maravillada ante la riqueza y la sabiduría del monarca judío (cf. 1R 10,13). Los magos, sin embargo, no encontrarán en la patria de David a un rey sumamente rico y sabio, sino a un niño («paidíon» en el texto griego [chiquillo]). Ante el «niño» realizan un hecho insólito: «se postraron» ante él. La postración rostro en tierra es un signo de reconocimiento de un dios o de alguien sumamente eminente, como es un rey, por ejemplo. Ofrecen al rey divino los dones que traían de Oriente: oro, incienso y mirra (Mt 2,11). ¿Qué significado tienen estos dones? No lo sabemos con exactitud. Lo que sí que sabemos es que son dones valiosísimos.
Reparemos, sin embargo, en el incienso y en la mirra; ambos son especias aromáticas. El evangelista adelanta a los orígenes de la vida de Jesús algo que figura en las inmediaciones de la muerte. La mujer anónima o la mujer de Betania se acercó a Jesús llevando consigo «un frasco de alabastro, con perfume muy caro, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús mientras estaba a la mesa» (Mt 26,7). Esta mujer identificó a Jesús con el esposo y lo ungió para la sepultura, ante la muerte inminente. En efecto, el encuentro de la esposa con el esposo, según el Cantar, se desarrolla en un ambiente sumamente aromático (1,12-13). Habría sido normal que la mujer ungiera los pies de Jesús, como solía hacerse con el huésped, recibido por el anfitrión tras un largo camino. Pero la mujer unge la cabeza de Jesús como si se tratara de un rey o de un sacerdote. Efectivamente, es un rey que está a punto de emprender la última batalla, o un sacerdote que se apresta para la ofrenda sacrificial. Habrá de enfrentarse con la muerte y tendrá que subir al altar para ofrecer el sacrificio definitivo. La mujer anónima unge a Jesús, cercano a la muerte, porque ha descubierto en él al sacerdote-rey o al esposo. Como rey será el vencedor del combate; como sacerdote habrá ofrecido el sacrificio grato a Dios; como esposo se unirá definitivamente a la esposa. Es decir, la mujer anónima o de Betania unge a Jesús, vencedor de la muerte. La mujer no ha dudado en gastarse una fortuna para ungir a Jesús: el perfume bien podía costar más de trescientos denarios: el salario anual de un trabajador. Esta mujer ha entendido muy bien el sentido y significado de los bienes, así como ha identificado atinadamente a Jesús. Por eso pertenece al núcleo evangélico, como declara Jesús: «Dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mc 14,9).

Retorno a la escena de los magos. Rostro en tierra, entregan a Jesús sus dones. Jesús, recordémoslo, es un «paidíon», un chiquillo. En la sociedad del tiempo de Jesús, el «chiquillo» es el último de todos; tiene como oficio ser el servidor de todos. Jesús lo ejemplificará. Cuando los discípulos se preguntan: «¿quién es el mayor?», y discuten entre sí, Jesús estrecha entre sus brazos a un niño («paidíon»), y se identifica con él de tal suerte que llega a decir: «El que reciba a un niño («paidíon») como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a Aquel que me ha enviado» (Mc 9,37). He ahí un ejemplo y unas palabras que son la mejor explicación de la nueva prelacía: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35); es decir, sea un «paidíon». Los magos, en consecuencia, donan el oro regio a un «chiquillo». Acuden con valiosos perfumes para entregárselos a un insignificante chiquillo, acechado por la muerte ya desde la cuna. Reconocen en este niño a alguien que se parece a Salomón –los evangelios dirán posteriormente que es «más que Salomón» (Mt 12,42)–. Las riquezas de los magos se convierten en don-regalo hecho a un pobre perseguido, acechado por la muerte ya desde la cuna. El niño, obsequiado por los magos, es «el último de todos y el servidor de todos», como compete a un «chiquillo». Precisamente por ser un «chiquillo» es el mayor de todos. Tan magna es su grandeza que los magos lo identifican con el esposo y con el rey vencedor del enemigo mortal; también con el sacerdote que entrará en el Santuario a través del velo de su cuerpo. Dicho brevemente: los magos se desprenden de sus riquezas, convertidas en dones, no por austeridad, sino porque han encontrado el máximo valor de su existencia: Cristo, el Señor. ¿No es ésta la razón profunda de nuestra pobreza religiosa? ¿No es el hallazgo de Cristo, y su identificación con un «chiquillo», lo que da sentido al destino de nuestros bienes? Recordémoslo: queremos, debemos poner nuestros bienes al servicio de la misión que se nos ha confiado en la Iglesia.

Para pensar

  • El espíritu de la infancia es un espíritu de simplicidad y de alegría, que se une a la mayor ciencia y a la más hermosa inteligencia. No hay que confundirlo con esa caricatura del infantilismo de niña, que le es diamentralmente opuesto. Hay que ser maduro y viril para poder ser así, sin peligro, totalmente pequeño. Huy que ser fuerte para poder ser infinitamente dulce, y ser sabio, para permitirse ser loco
    + (H. Magdale­na De Jesús, en M. Cornelis, Salidos del ghetto, Barcelona 1967, 174).
  • Permanecer niño es reconocer su propia nada, esperarlo todo de Dios como un niño espera todo de su padre; no inquietarse por nada, no pretender fortuna… Ser pequeño significa no atribuirse a sí mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de la virtud en la mano del niño; pero es siempre tesoro de Dios
    + (Sta. Teresa de Lisieux, Obras completas, 1405).