Jesús acaba de ser proclamado «Hijo de Dios» en la escena del bautismo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,12). En su condición de Hijo le competen la autonomía, la vida y todo el poder del mundo con su esplendor. El tentador toma buena nota de la filiación de Jesús, y le propone, como Hijo de Dios que es, convertir las piedras en panes (Mt 4,3), aferrarse a la vida sin tener que pasar por la muerte (Mt 4,6), adueñarse de todos los reinos y de su magnificencia (Mt 4,8). La realización de este espléndido plan pende de una condicional: «Todo esto te daré si postrándote me adoras (Mt 4,10). Los magos se postran ante Jesús en la primera escena del tríptico. En la segunda escena, Jesús es inducido a postrarse ante aquel que se presenta como señor del mundo.
Aunque las tres tentaciones partan del mismo supuesto, o lo insinúen, me fijo tan sólo en la primera: «El tentador se acercó y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes’. Le contestó: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’» (Mt 4,3-4).
El oro de los magos no es un bien necesario para vivir; el pan, sí. Ciertamente que el pan no es dinero, pero sí que es generador de dinero. Hasta hace poco el dinero era lo equivalente a una medida de trigo, o a un cierto número de ovejas o de cabras. Si no hay pan, la vida se extingue. Bien lo supo la generación del desierto. Había sido una generación esclava y esclavizada en Egipto. Dios escuchó el gemido de los cautivos, se hizo cargo de sus sufrimientos y bajó «para librarlos de la mano de los egipcios» (Ex 2,8). El pueblo fue liberado; pero ¿para qué quiere la libertad si se ve condenado a morir de hambre en el desierto? No le falta cierta razón cuando interpreta la intervención divina en estos términos: «Nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea» (Ex 16,3b). Dios responde a la queja del pueblo y a la tergiversación de la acción liberadora de Dios dándoles un pan procedente del cielo. Así aprenderán que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3). Dios, por tanto, da a su pueblo un pan gratuito, el pan de la gratuidad, que ha de ser recibido con gratitud.
¿Qué propone el tentador a Jesús? La respuesta puede inspirarse en las palabras del tentador o en las palabras de Jesús. Desde la perspectiva del tentador da la impresión de que éste sugiere a Jesús que realice un gran milagro: que el pan obtenido de las piedras sea tan copioso que pueda alimentar a multitudes. Pero tan sólo Jesús está en el desierto. Para satisfacer su hambre tenía suficiente con un pan, como en la narración de Lucas (Lc 4,3: «di a esta piedra que se convierta en pan»). ¿Para qué sembrar de panes el desierto? Desde la perspectiva de Jesús la respuesta es distinta. El alimento del hombre procede del cielo, de Dios, como sucede en el éxodo. El ser humano necesita el pan para vivir; y necesita algo más: tender el oído hacia Dios, captar su palabra, aceptarla e incluso comerla. Para percibir la palabra de Dios («lo que sale de la boca de Dios») es preciso un corazón que escuche; o lo que es lo mismo, amar a Dios con todo el corazón. La generación israelita del desierto no tuvo ese corazón dirigido hacia Dios. Por ello, no aprendió el profundo significado del pan llovido del cielo. Jesús, por el contrario, se mostró dispuesto, ya desde los comienzos de su aparición en público, a vivir de la palabra de Dios, a hacer de ella su alimento.
Entonces, ¿en qué consistió la primera tentación? En situar a Jesús entre la autonomía y la dependencia. Si Jesús hubiera secundado al tentador, y se hubiera decantado por la autonomía tal como le propone el tentador, no habría optado por algo extraño, puesto que es «Hijo de Dios», y lo propio de Dios es ser autónomo. Pero es el «Hijo de Dios» humanado, y, por tanto, siervo. [De hecho la palabra griega que traducimos por «hijo» (païs) significa también «siervo»]. La filiación divina de Jesús pasa por la servidumbre: es el último de todos y el servidor de todos, recordémoslo. Los ojos del siervo Jesús están pendientes de su Señor (cf. Sal 123,2). Dicho de otro modo, Jesús declara que está dispuesto a amar a Dios con todo el corazón ya desde los comienzos de su actuación en público.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la riqueza elemental del pan? Si Jesús hubiera aceptado la invitación del tentador, el pan no habría sido un gozoso regalo que se comparte con los demás –como sucede con el pan dado al pueblo de Dios en el desierto–, sino que Jesús se habría sometido al tentador en vez de someterse al Padre. Siguiendo el mismo dinamismo, se habría postrado ante el tentador y lo habría adorado (tercera tentación), cuando lo recto es servir y adorar a Dios: «Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto» (Mt 4,10; Dt 6,13). Jesús, a la postre, habría sido el déspota y no el siervo, el dominador y no el servidor. Jesús fue rechazando tentación tras tentación por ser el siervo/hijo. El programa de su vida fue amar a Dios con todo el corazón, por encima de toda riqueza y aunque le costara la vida. La palabra programática al iniciarse el evangelio se convirtió en palabra testimonial una vez que Jesús fuera elevado en la cruz. Precisamente en la cruz, Jesús es trigo molido y pan repartido para que todos los compartan. Llegó a ser el pan de Dios que, bajado del cielo, da la vida al mundo (cf. Jn 6,33); «el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58).
Dicho para nosotros: el pan, que es dinero potencial, es un don de Dios. Se lo pedimos cada día: «El pan del mañana dánosle hoy», suplicamos en el Padrenuestro de Lucas (11,3). Con esta fórmula densa estamos pidiendo el pan necesario para la vida de cada día, el pan que se sirve en la mesa celeste, el pan de la palabra y el pan del cuerpo de Cristo. ¿Podremos compartir un pan donado si no compartimos los bienes? ¿Compartiremos los bienes si los convertimos en instrumentos de dominio y de esclavitud? En la mesa de la fraternidad, partícipe de la misma palabra y del mismo cuerpo, el pan no es tuyo ni mío, es nuestro. En esta mesa se sientan los hermanos/as de comunidad y todos los hijos de Dios, a los que ha de llegar nuestra generosidad. Es necesario administrar bien los bienes, porque son muchas las bocas que debemos saciar.
- Para pensar
No busquéis vuestra subsistencia por artificios humanos. Moriréis de hambre, os aseguro y será justicia. Poned los ojos en vuestro Esposo, que Él os dará lo necesario. Si está contento de vosotras, las personas en que menos pensáis, os vendrán a ayudar, aunque no quieran, como ya os ha pasado otras veces. Mirad sólo de agradarle, que si por esto murierais de hambre, yo diría: bienaventuradas las monjas de san José. Por el amor de Dios, que no os olvidéis de esto, ya que renunciasteis a tener bienes, renunciad a toda preocupación por lo temporal, pues si no, estáis perdidas
(Sta. Teresa De Jesús, Camino de perfección, en Obras completas de santa Teresa de Jesús, BAC 212, Madrid 1962, 187). |