He sido a la vez bendecido y maldecido por una inquietud congénita que no siempre me ha hecho fácil la vida. Me acuerdo siendo niño correteando incansablemente por la casa, el patio, y después por lo abiertos campos de la finca de mi familia, en las praderas. Nuestra familia estaba unida, mi vida estaba protegida y segura, y fui educado en una sólida fe religiosa. Eso debería haber contribuido a una niñez pacífica y estable; y, en buena medida, así fue. Me considero dichoso.
Pero toda esta estabilidad, al menos a mí, no me impidió una perturbadora inquietud. Más superficialmente, sentí esto en el aislamiento de crecer en una comunidad rural que parecía sumamente alejada de la vida tenida en las grandes ciudades. Las vidas que veía en la televisión y que leía en los periódicos y revistas me parecían ser mucho más grandes, más estimulantes y más significativas que la mía propia. Mi vida, en comparación, palidecía, parecía pequeña, insignificante y la segunda mejor. Anhelaba vivir en una gran ciudad, lejos de lo que sentía que eran las carencias de la vida rural. Mi vida -según parecía- estaba siempre lejos de todo lo que era importante.
Más allá de eso, me atormentaba al comparar mi vida, mi cuerpo y mi anonimato con la elegancia, el atractivo y la fama de los atletas profesionales, las estrellas de cine y otras celebridades que yo admiraba y cuyos nombres eran palabras familiares. Para mí, tenían verdaderas vidas, unas vidas que yo sólo podía envidiar. Por otra parte, sentía una inquietud más profunda que tenía que ver con mi alma. A pesar de la genuina intimidad de una familia unida y una comunidad muy cercana en la que tenía docenas de amigos y familiares, anhelaba una intimidad singular y erótica con un alma gemela. Finalmente, vivía con una incipiente ansiedad que yo no entendía y que mayormente se transformaba en miedo, miedo de no tomar medidas y miedo de cómo estaba viviendo la vida ante lo eterno.
Esa fue la parte maldita, pero todo esto trajo también una bendición. En la gran olla de esa inquietud, discerní (oí) una llamada a la vida religiosa que combatí por largo tiempo, porque parecía la antítesis de todo lo que ansiaba. ¿Cómo puede una ardiente inquietud, llena de eros, ser una llamada al celibato? ¿Cómo puede un egoísta deseo de fama, fortuna y reconocimiento ser una invitación a entrar en una orden religiosa cuyo carisma es vivir con los pobres? No tenía sentido; y, paradójicamente, por esa razón, al fin, fue lo único que tuvo sentido. Me di por vencido a su empuje y resultó un acierto para mí.
Eso me condujo a la vida religiosa; y lo que he vivido y aprendido en ella me ha ayudado, poco a poco a través de los años, a procesar mi propia inquietud y empezar a vivir dentro de mi propia piel. Más allá de la oración y la guía espiritual, particularmente me ayudaron dos gigantes intelectuales. Como estudiante, con 19 años de edad, empecé a estudiar a san Agustín y santo Tomás de Aquino. Mi mente era aún joven y estaba sin formar, pero comprendía bastante de lo que estaba leyendo para empezar a favorecer las inquietas complejidades que había en mi propia alma, y en el alma humana en general. También a la edad de 19 años (tal vez particularmente a los 19 años) uno puede entender existencialmente la máxima de Agustín: Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti.
Y luego estuvo Tomás de Aquino, que preguntaba: ¿Cuál es el objeto adecuado del entendimiento y la voluntad humanos? En resumen, ¿qué tendríamos que conocer y de qué estar enamorados para satisfacer todas llamas de inquietud que hay en nosotros? Su respuesta: ¡Todo! El objeto adecuado del entendimiento y la voluntad humanos es el Ser como tal: Dios, toda la gente, toda la naturaleza. Sólo eso nos satisfaría.
Sin embargo… eso no es lo que generalmente pensamos. La particular inquietud que yo experimenté en mi juventud es hoy en verdad una enfermedad casi universal. Virtualmente, todos nosotros creemos que la buena vida la tienen sólo aquellos que viven en otra parte, lejos de nuestras propias vidas limitadas, ordinarias, insignificantes y de pequeñas ciudades. Nuestra cultura nos ha colonizado para creer que la riqueza, la celebridad y el confort son el adecuado objeto del entendimiento y voluntad humanos. Son, para nosotros, el “Ser como tal”. En la observación corriente de nuestra cultura, nos fijamos en los bellos cuerpos, la fama y la riqueza de nuestros atletas, las estrellas de cine, los presentadores de televisión y los empresarios llenos de éxitos, y creemos que ellos tienen la buena vida, y nosotros no. Estamos en el exterior, mirando al interior. Todos somos ahora, en realidad, niños del entorno rural que envidian a distancia la vida de la gran ciudad, una vida accesible sólo a pocos altamente selectos, mientras nosotros somos crucificados por la falsa creencia de que la vida es sólo estimulante en otra parte, no donde nosotros vivimos.
Pero nuestro problema es -como Rainer Marie Rilke indicó una vez a un joven aspirante a poeta que creía que su propio entorno humilde no le proporcionaba la inspiración que necesitaba para la poesía- que si no podemos ver la riqueza en la vida que en realidad estamos viviendo, entonces no somos poetas.