Mª. Benedicta Daiber (1904 – 1987)

"A los ocho o diez años era yo una atea consumada"

Querida  Mª. Benedicta:

    La historia de tu padre me desconcierta. Instalado en su profesión de médico, da la impresión de querer ir tocándolo todo, como los niños cuando se acercan  a un escaparate. Creyente (luterano) hasta los treinta años, pierde la fe y se confiesa decididamente ateo; entra en la masonería y, después de once años, no sólo la abandona, sino que divulga sus experiencias en el opúsculo Masón durante once años, lo que, inevitablemente, va a crearle problemas; se apunta a la teoría de la generación espontánea, pero un día reconoce que es preciso admitir la existencia de un Ser superior para explicar el origen de la vida: "¡la teoría de la generación espontánea es falsa!", sentencia. Niega compulsivamente a Dios, pero después de cuarenta años de ateísmo, dice al párroco de Puerto Octay, en Chile (donde ejerce la medicina): "Quiero morir católico; Padre, por favor, bautíceme". Incluso trabaja con empeño para que su mujer, la persona a quien más quiere, y que es panteísta, dé también el paso hacia el catolicismo, como así ocurre efectivamente. Pero no adelantemos acontecimientos.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Seguro que tú, Mª Benedicta, conoces como nadie la razón de esta peripecia existencial de tu buen padre. ¿Era un hombre curioso, inquieto, pruebalotodo? ¿O más bien un asiduo buscador de la verdad? Vas a decirme que una pregunta así no se puede responder con un monosílabo. Lo entiendo, lo entiendo. A lo mejor la respuesta más clarificadora a esos puntos de interrogación eres tú misma, el proceso de tu vida interior, la relación que Dios va tejiendo misteriosamente contigo.

    Si consulto los archivos, confirmo que tu padre, Alberto Daiber, era un gran profesional; tu madre, Hildegarda Heyne, profesora graduada en Basilea (Suiza), y tú, ‘chilena’, aunque nacida casualmente en Stuttgart (1904), donde residía entonces tu abuela materna. El influjo que desde muy niña recibes de tus padres es demasiado patente. La novela de tu madre Qué es la verdad, escrita con convicción profunda y estilo admirable, lleno de poesía, cuando esperaba tu nacimiento, "fue para mí, durante largos años, la piedra de escándalo que me alejaba de la Iglesia Católica". Por otra parte, "mi padre repetía continuamente en mi presencia: ‘No hay Dios’, y como yo admiraba el talento de mi padre, aceptaba sin discusión esta afirmación monstruosa". ¿Consecuencia? "A los ocho o diez años era yo una atea consumada". Pero no quedas a gusto sin añadir que los sentimientos elevados de tu madre y la rectitud de tu padre ejercieron en tu alma desde muy temprano su saludable influencia: "Mi hogar hubiera sido un hogar modelo si en él hubiera reinado la fe".

    ¿Y qué ocurre luego? Cuentas cómo un domingo de 1913, en el pueblecito de Puerto Octay, a orillas del lago Llanquihue, donde os habéis establecido definitivamente, al toque de las campanas, te incorporas en la cama, juntas las manos e invocas por tres veces a la Madre de Dios: "María, María, María". Y te sientes penetrada por la inefable suavidad de ese nombre. La cosa tiene su explicación. Días antes, una niña te ha preguntado en el colegio: -"¿Pero tú, eres católica o protestante?". ¡Menudo apuro!: -"No sé; voy a preguntárselo a mi mamá". -"Bueno, di que eres protestante", te responde su madre.

    Fue entonces cuando aprendiste que los católicos ‘adoran’ a la Madre de Jesús (lo que no es cierto: "la veneramos, no la adoramos") y la creen Madre de Dios (lo que sí es verdad). "Pero jamás me parece la hubiera invocado, ya que en nada creía, si el Señor con su gracia no me hubiera impulsado a ello tan dulce y fuertemente".

    El hecho es que, desde entonces, María comenzó a ser para ti un ser entrañable y que sus fiestas de la Inmaculada, primero, y de la Asunción y la Presentación, después, entraban a figurar, bien destacadas, en tu calendario particular y te empujaban a tener una relación muy personal con ella. Tu madre te enseña una historia de la Iglesia hábilmente sesgada, tu padre -a quien seguías viendo como el oráculo- te decía: "Los sacerdotes son unos hipócritas que explotan al pueblo y no creen lo que enseñan".  ¿Es cierto que a tus quince años odiabas a Cristo y se lo decías así a él mismo ante un cuadro del Corazón de Jesús? Sí, es cierto; lo confiesas tú misma y  relatas cómo escuchas entonces en el fondo de tu alma estas palabras que él te dirige: "Y yo te venceré". La verdad es que te entran unos deseos irrefrenables de conocer la religión católica. Cuando una compañera te lleva a la misa de Pascua, sientes en ti misma una verdadera resurrección; sin embargo, aún te diriges a María con estas palabras: "Yo no creo en Dios, pero tú eres mi Madre".

    ¡Qué extraño itinerario! Quieres hablar con un sacerdote y le pides que te demuestre la existencia de Dios, para luego refutar sus argumentos (aunque algunos te resultan irrefutables). Pero tu futura madrina sigue otro camino, te enseña oraciones como el Padrenuestro, el Ave María, la Salve, el Acordaos, y eso sí, eso te llega, te empuja a rezar. El sacerdote también te enseña, sin  sospecharlo, que él es verdaderamente creyente y virtuoso (contra el prejuicio de tu padre). El paso siguiente tiene un interés muy especial: Un profesor del Seminario te convence, y es entonces cuando confiesas tu esquizofrenia interior: "Estoy convencida, pero no creo". ¿Y ahora? "La fe es un don", te indica el sacerdote, "pídelo, reza". Y lo haces: "Dios mío, si existes, dame la fe". Quién iba a decirte que en el Congreso Eucarístico Nacional, cuando tu madrina te lleva a la procesión preparatoria con el Santísimo, ves la forma por primera vez y… "en aquel instante, creí en Dios".

    Parece el punto final, porque tienes fe y quieres hacerte católica. Pero, quién lo iba a decir, la fe te resulta incómoda y prefieres perderla… Es una lucha de meses, en los cuales no dejas tus horas de adoración a los pies de la Eucaristía. Tus padres no ceden, pero a tus 19 años, el 8 de septiembre de 1923 recibes el bautismo ‘sub conditione’ y al día siguiente la primera comunión. Sólo "el día del Dulce Nombre de María, experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica, y ese sentimiento duró semanas y meses". La segunda mitad de tu historia está marcada por una creciente unión con María dentro del Movimiento Apostólico de Schoenstatt. Nada extraño que la Asociación Amigos de María Benedicta Daiber esté comprometida en tu proceso de beatificación)

    ¿Faltaba algo? Sí, claro, la conversión de tus padres. Tu madre llegaba a creer en Dios, no en los dogmas; tu padre se permitió en un Viernes Santo tales blasfemias que te levantaste de la mesa y te retiraste a tu cuarto a llorar. Aún no sabía él que fueras católica. Lo que sigue es emocionante: la conversión, el bautismo y la muerte de tus padres. Me encantaría recordarlo contigo, pero eso supera ya los límites de esta carta.