En su libro Confesiones, san Agustín describe cómo su conversión al Cristianismo comprometió dos diferentes momentos de gracia; el primero, que le persuadió intelectualmente de que el Cristianismo era lo correcto, y el segundo, que lo habilitó para vivir lo que creía. Hubo cerca de nueve años entre estas dos conversiones y fue en el transcurso de aquellos nueve años cuando dijo su famosa oración: Señor, hazme un cristiano bueno y casto, pero aún no.
Es interesante que un contemporáneo suyo, Efraín de Siria (306-373 d. C.), escribiera una oración parecida: Oh, mi bienamado, cuánto falto diariamente y diariamente me arrepiento. Construyo durante una hora y en una hora derribo lo que he construido. Al anochecer digo: ‘mañana me arrepentiré’, pero al amanecer desperdicio, gozoso, el día. De nuevo, al anochecer digo: ‘permaneceré en vela toda la noche e imploraré al Señor que tenga piedad de mis pecados’. Pero cuando llega la noche, estoy rendido de sueño.
Lo que describen Agustín y Efraín con semejante claridad (y no sin cierto golpe de humor) es una de las verdaderas dificultades a las que nos enfrentamos en nuestra lucha por crecer en la fe y en la madurez humana, o sea, la tendencia a ir por la vida diciendo: “¡Sí, necesito ser mejor. Necesito sobreponerme y trabajar por dominar mis malos hábitos, pero aún no es el momento!”
Consuela saber que algunos santos lucharon durante años con la mediocridad, la pereza y los malos hábitos, y que ellos, como nosotros, pudieron condescender durante años a esas cosas con el encogimiento de hombros: ¡Mañana comenzaré de nuevo! Durante unos pocos años, una de las expresiones de Agustín fue: “mañana y mañana”.
“¡Sí, pero aún no!” ¿Con qué frecuencia nos retrata esto? Quiero ser un buen cristiano y una buena persona. Quiero vivir más de la fe, ser menos perezoso, menos egoísta, más amable para con los demás, más contemplativo, menos condescendiente a la ira, a la amargura, a la paranoia y al juicio de los otros. Quiero dejar de acceder al chisme y a la calumnia. Quiero estar involucrado más de veras en la justicia. Quiero una mejor vida de oración. Quiero dedicar tiempo a las cosas, dedicar más tiempo a mi familia, oler las flores, conducir más despacio, tener más paciencia y ser menos precipitado. Tengo algunos malos hábitos que necesito cambiar, existen aún áreas de amargura en mí, estoy fallando en tantas cosas… Necesito cambiar de verdad, pero ahora no es el momento.
Primero. Ante todo necesito pasar por una relación particular, hacerme mayor, cambiar de trabajo, casarme, descansar, estar sano, acabar la escuela, gozar de unas vacaciones necesarias, dejar que algunas heridas curen, sacar de la casa a los niños, jubilarme, trasladarme a una nueva parroquia y largarme de esta situación; entonces afrontaré seriamente cambiar todo esto. ¡Señor, hazme una persona más madura y cristiana, pero aún no!
Definitivamente, esa no es una buena oración. Agustín nos dice que, durante años, cuando decía esta oración, era capaz de racionalizar su propia mediocridad. Con todo, un cataclismo empezó a obrar en su interior. Dios es infinitamente paciente para con nosotros, pero nuestra propia paciencia con nosotros mismos por fin se acaba y, en un momento, ya no podemos continuar como anteriormente.
En el libro 8º de las Confesiones, Agustín nos cuenta cómo un día, sentado en un jardín, quedó impactado con su propia inmadurez y mediocridad, y “una gran tormenta irrumpió en mi interior, descargando consigo un gran diluvio de lágrimas. … Me lancé debajo de una higuera y di paso a las lágrimas que ahora fluían de mis ojos. … En mi miseria continué llorando. ‘¿Hasta cuándo seguiré diciendo: mañana, mañana? ’” “¿Por qué no ahora?” Cuando se levantó del suelo, su vida había cambiado; nunca más concluyó una oración con ese pequeño rasgo: “pero aún no”.
Todos tenemos ciertos hábitos en nuestras vidas reconocidos como malos, pero que por diversos motivos (pereza, adicción, falta de fortaleza moral, fatiga, ira, paranoia, celotipia o presión de la familia o los amigos) somos reacios a abandonar. Sentimos nuestra mediocridad, pero nos consolamos en nuestra humanidad, sabiendo que todos (salvo los santos en toda regla) hacen frecuentemente esta advertencia: “¡Sí, Señor, pero aún no!”
Ciertamente, de hecho existe en esta oración un consuelo válido: que reconoce algo importante en la infinita comprensión y misericordia de Dios. Dios -sospecho yo- rivaliza con nuestros fallos mejor de lo que rivalizamos nosotros con ellos, y otros rivalizan con nosotros. Con todo, como Agustín, aun cuando decimos: “mañana y mañana”, una tormenta continúa firmemente originándose en nuestro interior y, antes o después, nuestra propia mediocridad nos enfermará lo bastante para inclinarnos a decir: “¿Por qué no ahora?”
Cuando el salmista dice: “Cantad al Señor un cántico nuevo”, podríamos preguntarnos: “¿Cuál es el cántico viejo?” Es el que acaba con nosotros orando “¡Sí, Señor, pero aún no!”